El maestro don Eduardo Noguera, quien impartió durante muchos años en la antigua Escuela Nacional de Antropología la asignatura de cerámica y estratigrafía, sostenía la hipótesis que la alfarería podría haber tenido su origen en la cestería y lo explicaba de la siguiente manera: él suponía que algún cesto de vara o carrizo, enlodado por accidente y dejado cerca de un fogón, por efecto del calor había cocido el barro, mostrando al hombre primitivo el camino para hacer recipientes de ese material.
Otros investigadores han proporcionado diversas opiniones, también factibles, pero es un hecho que a partir de aquel descubrimiento los antiguos pobladores mesoamericanos iniciaron su extraordinaria habilidad como alfareros hasta llegar a las sorprendentes manifestaciones artísticas que hoy podemos admirar en muchos museos.
Aquella cuantiosa producción era lograda por medio de diferentes técnicas, tales como el pastillaje, el bruñido, el esgrafiado, y muchos otros. Pero careció del acabado con esmaltes que se incorporan a la actividad alfarera a partir de 1531.
Para evitar malos entendidos es necesario aclarar que la palabra alfarería, o sea el arte de fabricar objetos de barro, significa exactamente lo mismo que cerámica, solamente que aquélla deriva del idioma árabe y ésta del griego. Pueden usarse indistintamente al no haber denotación o cognotación diferente ni jerarquía de la una sobre la otra.
El investigador Rogelio Álvarez y el ceramista Alberto Díaz de Cosío, proporcionan la siguiente información: “En lo que se refiere a México, el periodo de la cerámica sin esmalte comprende aproximadamente de 2000 a.C. hasta 1521 d.C. Luego, de 1521 a 1960 aparece la cerámica esmaltada; a partir de esta última fecha se inicia la cerámica de alta temperatura, denominada también gres de gran fuego, stoneware y seki toki“.
El inicio de la producción alfarera con esmalte en nuestro país parte de la fabricación de la loza conocida con el nombre de mayólica (de Mayorca), denominada “Talavera”. su elaboración nace en la ciudad de Puebla a manos de los primeros españoles ahí radicados; en esta ciudad fue donde alcanzó su mejor desarrollo, pasando con posterioridad a Guanajuato yAguascalientes.
De la producción en estas dos ciudades prácticamente se carece de información, no así de la que caracterizó a su lugar de origen en México, ya que el Archivo de Notarías de Puebla y el del Sagrario Metropolitano conservan al respecto datos muy interesantes. Por ejemplo, la primera de las instituciones mencionadas registra entre 1580 y 1599 solamente la existencia de seis loceros, siendo el primero en darse de alta Gaspar de Encinas; en tanto que el censo de 1697 reporta 193 talleres todos dedicados a esa actividad. Esta cerámica se fabricó con la técnica peninsular, donde lo único nativo que se utilizaba era el barro. Eran piezas elaboradas por los españoles para el consumo de las clases dominantes de la Colonia, entre las que se encontraban también los criollos y mestizos adinerados.
Es importante señalar que de pocos años a la fecha han proliferado en varios estados cuantiosas producciones alfareras que son vendidas con el nombre de talavera; nada más alejado de la verdad que esta falsedad, únicamente parecida en algunos colores y malas copias de los diseños originales. La elaboración de la verdadera “talavera” implica un proceso lento, detallado y difícil, que no puede darse de manera industrial.
Resulta verdaderamente imposible sintetizar en unas cuantas páginas una producción alfarera tan diversificada como la nuestra, en cuyos acabados se emplean técnicas particulares a cada estilo o comunidad, ya que en ésta encontramos desde gigantes con “Árboles de la vida”, característicos de Metepec, Estado de México, hasta miniaturas hechas entre otros muchos lugares en Amozoc, Puebla.
Así, los festivos diablos de Ocumichu, Michoacán, contrastan en todos los sentidos con sus homólogos creados en Ocatlán de Morelos, Oaxaca y qué decir de la cerámica bruñida de Tonalá, Jalisco, o la también tolateca producción de aquella que se hace con la técnica de “petatillo”.
Solamente en 13 estados de la república contamos con 75 poblaciones cuya producción alfarera es por muchos conceptos notable. Sin embargo, en ese número no estamos contemplando infinidad de comunidades cuya producción está limitada a la fabricación de objetos tales como macetas, cazuelas comunes, cántaros o comales.
Las técnicas de decoración más conocidas son 15 y de éstas, siendo todas muy atractivas, mencionaremos a continuación únicamente aquéllas que por el grado de dificultad que representan sus respectivos acabados han logrado mantenerse en lugar privilegiado: bruñidas, caladas, al pastillaje, punteadas, pintadas, esgrafiadas y decoradas con “petatillo”.
Las variantes, en la maypría de los casos, son infinitas y cada artesano imprime a su obra su sello particular.
Por desgracia, nuestra alfarería tradicional cuenta de algunas décadas a la fecha con poderosos e indestructibles enemigos como son la industria del plástico y la producción industrial de loza, cuyo volumen de producción permite obtener estos productos a muy bajo costo; a esto debemos agregar la reciente importación indiscriminada y a veces fraudulenta de loza china, cuyos precios son muy difíciles de comprender. El siguiente ejemplo será suficientemente ilustrativo: una vajilla mínima para cuatro personas, compuesta por 20 piezas, se produce en China cada 30 segundos y se vende en el mercado nacional a un precio aproximado a los 300 pesos; el mismo número de piezas, de iguales dimensiones, hechas en barro decoradas con “punteado” o en “petatillo”, le representan a sus productores por lo menos dos meses de arduo trabajo que, por lo regular, sobrepasa las ocho horas diarias; cada pieza es única, porque está hecha a mano, sus fabricantes carecen de subsidios y no hay posibilidad alguna de industrializar su producción.
En consecuencia, el costo va más allá de lo que pagamos por la mercancía importada. A la anterior observación debemos agregar una más; entre los que tienen la posibilidad de pagar una buena pieza artesanal mexicana, hay algunos que prefieren comprar objetos importados aunque sean mucho más costosos.
Lo mexicano es de “indios”, es “charro”, de gente “corriente”, todo ello entrecomillado y dicho de la manera más despectiva posible; pero es curioso que esa gente tan fina no pueda resistirse a una sala molcajeteada o una tortilla calientita, recién salida de un pobre comal de barro.