A México no sólo llegaban embarcaciones de Europa transportando mercancías de ese continente, de África y del cercano Oriente, que arribaban al puerto de Veracruz; también, por Acapulco los famosos galeones de “Manila” traían enormes cargamentos con productos procedentes de Persia, India, Indochina, China y Japón. Aquellas fantásticas riquezas bien pronto sufrieron un proceso de sincretización en manos de los artesanos nacionales, que inspirados en las formas y materias primas con las que estaban hechos aquellos objetos crearon los propios, tan espectaculares como los que llegaban de importación, pero destinados a un sector económicamente menos poderoso y que, por lo tanto, estaba imposibilitado para adquirir lo que provenía del extranjero.
Surgieron así infinidad de muebles con técnicas en su ornamentación hasta entonces inexistentes en territorios novohispanos. El carey, la concha de madre perla y diversos metales, entre otros productos, fueron incorporados en aquellos muebles dando origen a un estilo propio e inconfundible.
Entre los cargamentos procedentes de Oriente no sólo venían porcelanas, telas, marfiles y piedras preciosas, sino también objetos incrustados con concha, tales como cofres, biombos y “pinturas” que llamaron la atención de los artesanos de México. Estas pinturas recibieron el nombre de “enconchados”.
Especialistas en arte virreinal los describieron en sus publicaciones, otros publicaron pequeños estudios iconográficos, pero debemos a la paciente y erudita investigación dirigida por Julieta Ávila Hernández, la difusión del conocimiento requerido para que en la Nueva España se realizaran este tipo de obras de arte, artesanales desde cualquier punto de vista.
Aquel esplendor artístico se vino por los suelos con la guerra de Independencia, la invasión norteamericana de 1847 y la intervención francesa. Los gremios artesanales desaparecieron e infinidad de objetos fueron destruidos por el fuego, el pillaje y el tiempo, pero venturosamente en sitios donde las diferentes guerras fueron menos dañinas, en algunas poblaciones aisladas, en viejas bodegas de iglesias y en poder de particulares provincianos, muy pocos muebles y pinturas enconchadas se salvaron de la incuria de los tiempos difíciles.
Siendo director del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, el doctor Luis Alberto Vargas acogió con interés la propuesta de rescatar aquellas técnicas y, eventualmente, lograr la reproducción de los famosos arcones de Choapan y de los enconchados mexicanos.
La incrustación en madera con otra de color contrastante, o sea la técnica de la “taracea”, obliga a cortar en tiras de un espesor parejo de cinco milímetros la madera que va a ser incrustada en los diseños previamente trazados en el mueble, que entre otras de sus peculiaridades no debe llevar un solo clavo en las uniones que lo conforman; éstas se logran mediante espigas conocidas como “colas de pato”.
Por lo que a la concha de madre perla se refiere, ésta una vez pulida se “lajea” en fragmentos cuyo espesor promedio es de un milímetro. Los resultados de aquel proyecto hasta ese entonces eran muy satisfactorios, pero era indispensable que fueran juzgados mas allá de la institución universitaria que los había propiciado, por lo que un bargueño que contaba con la increíble cantidad de 700 incrustaciones entre maderas contrastantes, concha de madre perla, plata y herrajes fue inscrito por su creador al Gran Premio Nacional de 1997, donde los jurados más calificados en temas artesanales con los que cuenta el país le otorgaron el “Galardón Nacional” que constituía el más alto reconocimiento de ese evento.
Aquel espléndido mueble se encuentra desde entonces en la colección de arte popular de la compañía Pulsar, de la ciudad de Monterrey, Nuevo León.