Desde hace aproximadamente 400 años la Alameda ha sido, es y sin duda seguirá siendo parte del paisaje, pulso, corazón y espejo de la Ciudad de México.
La historia de su fundación tuvo en un principio orígenes más o menos humildes, cuando la traza de la ciudad que la albergaría estaba recientemente definida, pero el virrey Luis de Velazco comprendió la importancia de dar a los pobladores de la capital de la Nueva España un lugar que al mismo tiempo que fuera para “salida y recreación de los vecinos”, sirviera de punto de encuentro de una sociedad que gustaba cada vez más lucir y ser reconocida en sus diferencias.
La petición del marqués de Salinas realizada a principios de 1592, fijó el lugar para el emplazamiento, mismo que con algunas modificaciones aún conserva, un cuadrado dentro de lo que era la plaza o tianguis de San Hipólito, al sur de la calzada de Tacuba y enfrente de la iglesia y hospital de la Cofradía de la Santa Veracruz. Tiempo después, a esta primera traza se agregaría una ampliación sobre el sitio donde estaba el Quemadero de la Santa Isabel y San Diego.
Para lograr el efecto de parque se mandaron sembrar olmos blancos y negros traídos de la villa de Coyoacán, y para completar este plan original, el sevillano Francisco de Avis diseñó los jardines y se construyó una pila de cantera labrada que lucía como remate una esfera de bronce. La Alameda estaba circundada por una ancha acequia que sirvió para evitar el paso de visitantes indeseables, ya se tratara de personas o animales; esta acequia le ocasionó serios dolores de cabeza a los encargados de darle mantenimiento y desazolbe, razón de más para registrar el nombre de Francisco Vega como primer guarda parque. En sus inicios la entrada se realizaba por una sola puerta, al oriente, donde se encontraba la plaza de Santa Isabel.
El XVII, siglo del barroco novohispano, deja su impronta en las luces y sombras que acompañan el devenir de la Alameda, semejante a los retablos que pueblan las iglesias de este periodo. Dos inundaciones destruirían los jardines, que fueron repoblados con flores, y también los antiguos álamos, que serían sustituidos por fresnos; su traza se fue modificando, ahora tiene ocho calzadas, un número igual de prados y jardines y la fuente es un tazón octagonal con un surtidor central. También es significativo el hecho de que por primera vez la Alameda es mencionada en una obra literaria gracias a la inspiración del poeta Arias de Villalobos; hacia 1625 el fraile inglés Tomas Gage hace una descripción donde señala que “Los galanes de la ciudad se van a divertir todos los días, sobre las cuatro de la tarde, unos a caballo y otros en coche, a un paseo delicioso que llaman La Alameda, donde hay muchas calles de árboles que no penetran los rayos del sol. Vense ordinariamente cerca de dos mil coches llenos de hidalgos, de damas y de gente acomodada de la ciudad. Los hidalgos llevan unos, una docena de esclavos africanos y otros con un séquito menos, pero todos los llevan con librea muy costosa, y van cubiertos de randas, flecos, trenzas y moños de seda, rosas en los zapatos, y con el inseparable espadín al lado. Las señoras van también seguidas de sus lindas esclavas que andan al lado de la carroza tan espléndidamente ataviadas como acabamos de describirlas, cuyas caras, en medio de tan ricos vestidos y de sus mantillas blancas, parecen como dice el adagio español: moscas con leche”. Es el siglo en que se dan grandes cambios en la Ciudad de México y la Alameda se ha convertido en el paseo más importante, sitio de mascaradas pero también de personajes como Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz.
De la fama y fisonomía del jardín quedará constancia en las pinturas, hermosos biombos (de los cuales uno bellísimo de 1690 se puede apreciar en el Museo Franz Mayer) y en un dibujo realizado en tinta y acuarela por el arquitecto Juan Gómez de Trasmonte, hacia 1628.
La centuria se cierra con grandes desastres naturales, plagas y epidemias y tocará a la nueva administración generada por los Borbones echar manos a la obra para que en periodo siguiente, marcado por la ilustración y las reglas del neoclasicismo, sirvan de soporte ideológico para realizar los cambios convenientes que adaptan a la Alameda como el escenario adecuado para los eventos que atraían a los vecinos, forasteros y paseantes de diversos orígenes y niveles económicos. Siglo del orden, del humanismo jesuita y de tonos afrancesados pero también del descubrimiento de la mexicanidad. Siguiendo los preceptos clásicos, en 1770 el virrey Francisco de la Croix impulsó la transformación de la vieja alameda dándole un mayor tamaño al extenderla sobre las plazuelas de Santa Isabel y San Diego, se le agregan fuentes y plazoletas, así como rotondas menores. El proyecto le fue encargado al capitán de infantería de Flandes Alejandro Dancourt quien no pudo concluirla, para que finalmente bajo la administración de Bucareli y Ursúa se diera por terminada. Su forma y diseño son los que conocemos hasta nuestros días.
Una descripción del poblano Juan de Viera se detien en los detalles que adornan la fuente central “en el centro una magnífica fuente que forma figura muy hermosa…”, pero gracias al testimonio gráfico de José María de Labastida y a otras pinturas se puede establecer con bastante exactitud el aspecto de la Alameda: su forma rectangular, las puertas de mampostería, las glorietas y rotondas circulares, la pequeña acequia que la rodea, las bancas, cuatro pequeñas fuentes con esculturas de personajes mitológicos y la central que representaba a Glauco. Hacia fines del XVIII, la Alameda comparte honores con el Bosque de Chapultepec y el Paseo Bucareli, que son también lugares muy concurridos y frecuentados por numerosos paseantes.
Las convulsiones del periodo de las guerras de Independencia provocan graves deterioros, daños y abandono de este emblemático lugar, pero a pesar de estas circunstancias continuó siendo un espacio de reunión y en 1821 desde sus jardines y prados la población capitalina fue testigo del gran desfile del Ejército Trigarante encabezado por Iturbide. Dentro de las innovaciones de la época destacan las reformas en los pilares, glorietas y estatuas; se realizan obras de reforestación y se construye una nueva fuente con un brocal igual al de la actual, pero en el centro se ubicó un basamento cuyo remate era la estatua de una mujer que representaba a La Libertad.
Se cuenta con numerosas descripciones como la de Franz Mayer, quien en 1842 comenta la belleza de los árboles y las flores, así como la costumbre de acudir por las tardes a la Alameda en coche o a caballo “… o ponerse en fila a un lado del paseo, mientras van y vienen los caballeros, o pasarse media hora diciendo naderías junto a la ventanilla de alguna belleza de fama”. El espíritu romántico que aún está en su apogeo a mediados del siglo se nota no sólo en otros cuadros de costumbres que dejaron viajeros y aventureros, sino también en algunos testimonios gráficos donde la naturaleza semisalvaje de un bosque casi apresa a un conjunto de damas y caballeros; aspecto que se repite en la litografía de Casimiro Castro, La Alameda de México, tomada en globo, de 1855. Lo cierto es que de manera heterodoxa combina elementos que proceden del geometrismo anterior con nuevos elementos en los cuales se impone la traza irregular y selvática.
Al arribar al periodo del segundo imperio, la Alameda recibe a la regia pareja en muy mal estado. Carlota y Maximiliano apadrinan algunos arreglos con la intención de emular los parques parisinos, pero muchos de estos proyectos fueron devorados por el proceso histórico y cayeron, juntos con el cuerpo del emperador, en el cerro de las Campanas, abriendo el camino para que Benito Juárez, en julio de 1867, hiciera su entrada triunfal a la capital precisamente por una de las calles que rodean a los jardines, lugar en dónde se celebró el heroico acontecimiento con un banquete popular.
Poco a poco aspectos de la modernidad van ganando espacios, los logros de la ciencia y la técnica, tan en boga en las ciudades europeas, impregnan a gobernantes y ciudadanos por consiguiente, la Alameda es objeto de cambios en su iluminación (que para finales de la centuria ya es eléctrica), riego, sustitución de árboles, demolición de antiguas bancas para sustituirlas por otras de hierro fundido al estilo Eiffel, las fuentes del siglo XVIII fueron cambiadas y se agregaron otras, algunas de las cuales permanecen actualmente con el agregado de las esculturas que las identifican bajo el formato de los dioses romanos como Neptuno o Mercurio, además de Venus y las náyades. También el entorno se va modificando con la demolición del acueducto de Santa Fe, iniciado en 1852, la apertura del Paseo de la Reforma, la edificación de inmuebles y obras de saneamiento e infraestructura urbana ligadas a nombres de arquitectos reconocidos como Antonio Rivas Mercado, Eusebio e Ignacio de la Hidalga y García y el ingeniero Roberto Gayol, entre otros.
Fue evidente que durante el siglo XIX, sobre todo después de la segunda mitad, la sociedad mexicana se va abriendo a nuevas costumbres y usos, aspecto que se reflejó en una mayor presencia femenina en los paseos y una pronunciada necesidad de esparcimiento. En la Alameda se llevaron a cabo, a partir de 1842, los festejos de las principales fiestas cívicas y a medida que se acercaba el fin del siglo fue también más heterogéneo el tipo de diversiones y eventos sociales que tuvieron lugar en los jardines, tal como lo imprimieron en sus páginas los periódicos de la época como El Mundo Ilustrado, Kioscos, construcciones provisionales de madera y tela, instalaciones de circos o de juegos para niños, teatro, conciertos de música, venta de juguetes y de comida por los llamados ambulantes son algunos de los elementos pintorescos o de color que si bien matizaron y enriquecieron la vida de los capitalinos, hoy nos llevan a registrarlos como ominosos antecedentes del destino que aguardaba a la Alameda en el siguiente siglo, convertirse en un gran tianguis devolviendo lo que había usurpado al de San Hipólito.
El siglo XX sorprende a la ciudad capital en pleno proceso de afrancesamiento de las ideas, de las modas arquitectónicas, literarias y estéticas que dejaron una inmensa cauda de múltiples aspectos significativos que el porfiriato alentó para estar a tono con el europeo y lo civilizado. Las viejas construcciones virreinales compartieron el espacio o fueron desplazadas por otras más modernas, en torno a la Alameda se amplían y extienden calles, el arquitecto Adamo Boari inicia la construcción del nuevo Teatro Nacional, luego Palacio de Bellas Artes, y de las pérgolas, mientras que el pabellón morisco que se había instalado en el lado sur de la Alameda fue reemplazado por el Hemiciclo a Juárez, que el presidente don Porfirio Díaz inauguró en 1910, año del centenario y del inicio de la Revolución Mexicana.
Durante las siguientes decenas que siguieron al periodo posrevolucionario fueron pocos los cambios significativos que se realizaron en la Alameda, como por ejemplo la instalación de la estatua a Beethoven, un amplio contraste con el crecimiento desmesurado de la ciudad que se desparramó en un sinnúmero de colonias, al mismo tiempo que otros parques marginales comparten con el antiguo jardín la necesidad de una población citadina que requiere de más áreas verdes para una megalópolis cada año más pavimentada y más arida. Paulatinamente, el paisaje de la Alameda se va ahogando entre automóviles, numerosos hoteles, edificios e importantes museos como el Franz Mayer, la Pnacoteca Virreinal y el Nacional de la Estampa, entre otros.
La Alameda de hoy se ha multiplicado en numerosas caras y siluetas que diariamente la habitan, la atraviesan y la circulan; turistas, estudiantes, lugar de descanso de los que tienen trabajo y de los que lo han perdido, de vendedores ambulantes, merolicos de diversos tipos y quehaceres; se oferta de todo: golosinas, algodones, discos, libros, videos, ropa, medicinas y ungüentos maravillosos, la buena y la mala suerte, artesanías, la tradicional foto con los Reyes Magos o Santa Claus, amor y desamor; punto de encuentro y desencuentro de lo tradicional y lo moderno; es un signo de interrogación y un desafío lanzado al futuro y es también, tal como lo plasmara Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, un lugar para soñar.