La ciudad son sus habitantes, pero éstos no serían entendibles sin los espacios fisicos donde transcurre su cotidianidad, porque, en buena medida, las construcciones son un reflejo de sus grandezas y aflicciones, un reflejo de su historia, y asidero y referencia de la memoria. En una ciudad como ésta, que velozmente se aproxima a los 700 años de vida ininterrumpida, las construcciones se han sucedido unas a otras, de manera que la arqueología de hoy y la que se haga, digamos, dentro de un milenio más, descubrirá, cada vez más hacia atrás en el pasado, su corazoón envuelto en las sucesivas capas del ir y venir de sus pobladores.
Bien podemos imaginar el asombro de los conquistadores cuando vieron por primera vez a México-Tenochtitlan sobre un lago, rodeada de bosques y a la sombra de los inmensos volcanes nevados. Elos destruirían esa grandeza para edificar sobre sus ruinas la ciudad española, la ciudad europeizada que no ha cesado de modificar su cara desde entonces. Pero mucho antes de su llegada, los mexicas habían ya enfrentado el reto de construir sobre una pequeña isla la ciudad indígena, y esa pequeña isla había crecido hasta centuplicar sus dimensiones originales ganándole tierra firme a las aguas mediante la técnica de la chinampería. La leyenda sitúa casi en el actual Zócalo capitalino el lugar del mítico encuentro de los peregrinos tenochcas con la señal enviada por Huitzilopochtli, el dios tutelar del clan, justo frente al edificio de la Suprema Corte de Justicia. Desde ese punto, y en todas las direcciones, creció la que luego sería llamada Ciudad de los Palacios.
El terreno fangoso y las aguas de profundidad variable del lago plantearon serios problemas, pero el ingenio de sus constructores dio con la solución que aún ahora ha probado ser la mejor. Proveyéndose con abundantes y delgados pinos, a los que se les afiló la punta, los constructores mexicas pusieron en uso la técnica de cimentar los palacios y templos mediante el uso de pilotes. Primero un cercado de troncos hincados en el suelo fangoso, luego el apisonado del relleno del cercado con tierra y piedras para consolidarlo y desalojar el exceso de agua; después los muros que diríamos “de carga” justo sobre la punta de los pilotes. Así se ganó en estabilidad para las construcciones, que descansaban su peso bien distribuido sobre el terreno compactado. La magnificencia de México-Tenochtitlan quedó plasmada en la admiración con que los soldados-cronistas describen sus cúes y casas, y de ella podemos tener una buena idea en la maqueta trabajada por Ignacio Marquina y que podemos disfrutar en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología y en la estación Zócalo del metro.
Consumada la Conquista, destruida la ciudad, la decisión política llevó a Cortés a establecer la ciudad española sobre las ruinas de la capital indígena. Allí, con este acto, se pregonaba a todos los pueblos del Anáhuac que el poder había cambiado de manos. Y esas manos demandaban, todas a la vez, el pago de sus servicios a la Corona. La asignación de solares no se reducía al mero trámite de otorgar un predio para que cada conquistador edificara su casa; no. Porque hasta en ese simple hecho se dejaba ver la cuantía de los servicios prestados, la cercanía con el Capitán General y era, a la vez, el inicio de una posición social en el naciente virreinato. Por eso, mientras más cercano al centro de la nueva ciudad se estuviese, más alto se estaba en la escala social.
Fue Alonso García Bravo, en 1523, el encargado de trazar la ciudad primitiva, la zona que ahora conocemos como Centro Histórico, tarea en la que contó con el concurso de los indígenas, tanto los aliados como los vencidos, que así contribuían a cimentar un poder con 300 años de duración. Y este hombre, al que podría considerarse como el primer director de Obras Públicas de la ciudad, trazó una cuadrícula impecable que hoy sobrevive sin apenas modificaciones: manzanas de dimensiones regulares, casi cuadradas, con calles anchas y rectas. Alonso García Bravo tuvo pues, a su cargo, la responsabilidad de planear además los espacios públicos en los que, siguiendo la tradición española, se intercalaron las plazas, generalmente con un templo, en donde siempre nacen, topan o confluyen las calles, amplias y estrechas, razón por la que todas, sin excepción, ostentaron nombres tales como “de la cerca de Santo Domingo”, “de San Miguel” o “de Santa Catarina”. Sin embargo, también tuvo la precaución de dejar los pasos francos necesarios para evacuar la ciudad en caso de una rebelión indígena, por el oriente hacia el edificio de las Atarazanas y por el poniente hacia la calzada de Tlacopan para, en su caso, alcanzar la tierra firme.
Sobre esas calles habrían de edificar los conquistadores sus primeras casas, que revestían las características de una construcción defensiva más que doméstica, con almenas, torreones y mirillas ante el temor de quedar atrapados en una ciudad a medio edificar y rodeados, como estaban, de pueblos que empezaban a caer en la cuenta de las verdaderas intenciones de los nuevos amos. No por nada los indios tuvieron prohibido penetrar en ella sin causa justificada. Para ello se destinaron los barrios que empezaron a proliferar sin orden por los rumbos de La Lagunilla, Santiago Tlatelolco, los Ángeles, la Merced y otros sitios de le periferia.
Conforme los años pasaron aumentó la población de peninsulares llegados a las tierras de la Nueva España, que habría de ser la más opulenta de todas las posesiones españolas en América, y con esa riqueza principió la construcción de casas y palacios cada vez más ostentosos, pero a la vez se asentaron en la muy noble y leal Ciudad de México los maestros artesanos y los primeros profesionales de diversas disciplinas que venían, generalmente con un permiso real, a ejercer sus habilidades en una ciudad que demandaba ya todos los servicios. Así, es posible encontrar, por ejemplo, las placas que recuerdan, en las fachadas de las construcciones virreinales, a esos distinguidos pobladores: el primer cirujano o el primer grabador, por mencionar sólo dos casos.
Para la construcción de casas, palacios y templos se usaron las mismas piedras de la ciudad destruida, las más como relleno, quedando a la vista en diversos sitios las huellas del pasado prehispánico. Algunas se usaron como adorno de las fachadas y ahora pueden verse, por ejemplo, en la mansión de la esquina de Madero y Motolinía; otras sirvieron para ecentuar la iconografía del poder: la serpiente, uno de los símbolos más importantes de la cosmovisión indígena, sirvió, en al menos dos casos documentados, para reafirmar el sojuzgamiento. El palacio de los condes de Santiago Calimaya asienta los muros de la esquina sobre una cabeza de basalto; y en las excavaciones de la llamada Casa de la Primera Imprenta, otra apareció a un metro de profundidad haciendo las mismas funciones. Hay que aclarar que los indígenas también le reviraron al español la misma medicina: en muchas de las piedras que trabajaron para las nuevas construcciones labraron, sobre la cara que hinvaban en la tierra, el señor del inframundo, incluso en las basas de las columnas que pueden verse en el costado poniente de la actual catedral, enmarcando el busto de Cuauhtémoc.
Cosa digna de destacarse es la importancia que tuvieron la mayoría de los conjuntos conventuales que crecieron por todos los rumbos de la ciudad, muchas veces afectando esa traza original al ocasionar numerosos cuellos de botella. Sobre el particular, debe mencionarse el que seguramente es el más destacado de todos cuantos albergó la ciudad: el convento Grande de San Francisco, del que hoy sobrevive sólo una pequeña parte, que llegó a extenderse desde Madero hasta República de Uruguay, y desde Eje Central hasta Palma, ya que albergaba templo, capillas, huerto, panteón, farmacia, dormitorios, portal, biblioteca, escuela y muchas más dependencias.
Sin embargo, las aguas desde siempre han reclamado sus fueros sobre la ciudad. Si una inundación casi le arrebató la vida a Ahuítzotl a causa de un “golpe de agua” llegado por el caño del acueducto indígena que mandó construir para surtir a la población, la ciudad española sufrió de continuo las amenazas del lago. Si la temperatura de lluvias era intensa, las imágenes de santos y santas no tardaban en aparecer por las calles ante el nivel que amagaba con rebasar los bordos y albarradones, tanto de manufactura indígena como española. Así, en 1629, una inusual temporada de aguas anegó la ciudad por dos años y causó estragos no nada más por hambre y enfermedades, sino también en los cimientos de las construcciones, la mayoría de las cuales tuvieron que ser reedificadas. ¡Qué nivel habrá alcanzado la inundación que, al decir de Salvador Novo, la máscara de un león que se encuentra también en la esquina de Madero y Motolinía, a unos buenos dos metros de altura, señala el nivel alcanzado por el agua estancada! Aunque esto parezca exageración, así fue.
La magnificencia de los palacios virreinales y de los templos es resultado de la participación de muchos y destacados arquitectos que a lo largo de 300 años supieron aprovechar no nada más las técnicas indígenas para la cimentación de tan pesadas construcciones, sino inclusive la habilidad de carpinteros, canteros, herreros, yeseros y demás maestros que con su sensibilidad supieron comunicar a los materiales las formas de las diversas corrientes estilísticas en boga. La Ciudad de México es un muestrario de estilos arquitectónicos, aunque los tiempos finales del virreinato coincidieron con los estertores del barroco y la explosión del neoclásico, por lo que la mayoría de los edificios que sobreviven pertenecen a estas dos corrientes.
En otros casos, aunque la fábrica general sea incluso muy anterior, la moda del barroco impuso la modificación de cuando menos las fachadas, y la mayoría ostentan esa “H” de chiluca que se prolonga hacia arriba desde las jambas y por sobre los dinteles de puertas y ventanas, que junto con los paramentos de tezontle comunican ese sabor inconfundible a la arquitectura virreinal de la ciudad. Caso semejante se vería llegado el siglo XIX con el invento del balcón a la calle, que dio lugar a la moficicación de las ventanas para alargarlas hasta el piso y ponerles su barandal de fierro.
Por lo que toca al neoclásico, baste mencionar algunas de las obras que nos legó el valenciano Manuel Tolsá, llegado a la Nueva España para hacerse cargo de la cátedra de escultura en la Academia de San Carlos: el palacio del marqués del Apartado, el palacio de los condes de Buenavista y la casona de Guatemala 8.
Un ejemplo extremo que reúne en un solo edificio un catálogo de estilos arquitectónicos, tanto en su interior como en el exterior, es la Catedral Metropolitana, cuyas partes más antiguas ostentan nervaduras góticas y portadas herrerianas, mientras que los últimos detalles para su terminación son del más puro estilo neoclásico. Esto es así porque el mayor templo católico de la ciudad tardó nada menos que prácticamente 300 años de dominio colonial para alcanzar su conclusión y en ella intervinieron los arquitectos más renombrados de la Nueva España.
Sin embargo, no debe olvidarse que toda construcción, mientras esté habitada, es un ser vivo que cambia constantemente con el influjo humano. Por eso es difícil señalar ejemplos de edificios que mantengan la unidad estilística del momento de su creación. Lo usual es que las viejas casonas del centro exhiben las huellas de múltiples intervenciones para “modernizarlas”, lo cual les agrega elementos muchas veces disímbolos. Así, junto a los techos de viguería habrá otros cuartos que ostenten plafones, y junto a balcones de cantera, otros exentos hechos con lámina; y también vitrales art nouveau junto a puertas de la más pura talla barroca.
Con la llegada del siglo XIX y sus interminables convulsiones también arribó la piqueta de la Reforma. A la exclaustración de las órdenes religiosas y la confiscación de sus bienes, siguió el remate al mejor postor de las edificaciones que habían sobrevivido intocadas la Guerra de Independencia. con el remate, el consiguiente fraccionamiento de los edificios entre varios dueños, situación que es regla general en el presente.
Además, la picaresca urbana registra casos que suenan dignos del surrealismo, como la condena a muerte del hospital y convento de San Andrés, en la calle de Tacuba, por el delito de haber albergado el cuerpo inerte de Maximiliano en espera de su traslado a Miramar. Se dice que Juárez, para evitar que el lugar se convirtiese en sitio de peregrinación para los partidarios del imperio vencido, mandó demoler en una noche, cosa del todo improbable. Lo que sí es verdad, es que en el escaso tiempo entre el ocaso y el amanecer sufrió tales daños con barretas y picos que el edificio se acercó a su ruina y recibió sentencia de muerte.
Esta anécdota cifra el comienzo de las sucesivas destrucciones que ha padecido la arquitectura de la ciudad, que cíclicamente se ve amenazada por los vientos de la “modernidad”, entendida como el desprecio a “lo viejo” y la excesiva ponderación de lo nuevo. Se mencionan tres etapas: la de Juárez, la de Porfirio Díaz y la de la Revolución institucionalizada, entre 1920 y 1950.
Al final del siglo XIX y al despuntar el XX tuvo lugar un fenómeno totalmente desconocido: las tradicionales familias habitantes de los palacios del centro empezaron a desplazarse a los nuevos suburbios en busca de comodidad, servicios, exclusividad y rango social, mientras las casas que dejaban se transformaban en casas de vecindad para los más pobres. Y en esos nuevos suburbios sentó reales la moda del momento. A las construcciones finiseculares del XIX inspiradas en el art neuveau se sumarían las surgidas del eclecticismo o historicismo, tendencia que tomaba “lo mejor” de cada época en la arquitectura para amalgamarlo. Así, por esos rumbos nos topamos con chalets suizos, castillos medievales, mansiones inglesas, edificios departamentales a la francesa, casas renacentistas, etcétera. El eclecticismo fue la moda del porfiriato, y si la futura casa la edificaba un arquitecto extranjero, ¡cuánto mejor! Hasta mansarda les ponían, sin importar que esta aportación estuviera destinada a evitar la acumulación de nieve en los tejados. Inclusive en los barrios populosos surgieron construcciones multifamiliares con el estilo inglés del ladrillo aparente, destinadas, aquí y allá, para los obreros, aunque también se dio el caso de las privadas monumentales para los empleados administrativos de las firmas extranjeras, como el conjunto El Buen Tono, en Artículo 123.
En el centro de la capital se realizaron grandes obras públicas impulsadas por Porfirio Díaz y el grupo de “los científicos”, que siguieron modificando la fisonomía urbana detrás del espejismo de la modernidad. Casi a cada una de ellas correspondió la desaparición de una construcción heredada del virreinato, con lo que también se contribuía a reforzar la nueva visión oficial de la historia nacional, que buscaba revalorar, por un lado, el pasado indígena idealizado, pero por el otro miraba con desdén las huellas del dominio colonial. En el predio donde estuvo el hospital de San Andrés surgió el Palacio de Comunicaciones diseñado por Silvio Contri; donde estuvo Santa Isabel se dio inicio a la edificación del Palacio de Bellas Artes bajo la dirección de Adamo Boari; de este último es también el Palacio Postal en el predio del Hospital de Terceros Franciscanos; y para abrir 5 de Mayo se demolió el antiguo Teatro Nacional.
Durante la Revolución arribó a México un nuevo estilo, que más bien es manifestación de un movimiento de carácter europeo con fuerte presencia en los Estados Unidos y que dejaba sentir su influencia en todas las artes decorativas. Se trata del art déco, que reúne el geometrismo con las concepciones estilísticas del hacer utilitario y suntuario del antiguo Egipto. En la Ciudad de México son notables los interiores de dos edificios: el Palacio de Bellas Artes y el Banco de México, aunque su presencia se percibe en otras construcciones de la zona, muy al estilo neoyorquino: los dos minirrascacielos del último tramo de Avenida Juárez y el que se ubica en la pequeña manzana entre la Torre Latinoamericana y el Banco de México. Sin embargo, la decadencia de este estilo en México duró décadas, porque después de que alcanza su esplendor en la colonia Hipódromo Condesa, por alguna oscura razón sus elemntos formales, que no su concepción integral, siguieron apareciendo como formas aisladas e inconexas.
Más recientes son los grandes conjuntos habitacionales surgidos en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, que marcan un hito en la arquitectura de la ciudad. Se trata de un concepto que integra las áreas públicas y los servicios con los edificios destinados para habitación, con la idea de satisfacer, junto con los anhelos de la clase media, la demanda de vivienda. Los ejemplos clásicos son la Unidad nonoalco Tlatelolco y el conjunto Miguel Alemán, este último, en su momento, con la gran innovación de los departamentos de dos niveles, cosa que no se percibe desde el exterior.
En los últimos tiempos la ciudad ha visto crecer inmensos edificios que han transformado con su sola presencia grandes áreas urbanas, como el primero de ellos, la Torre Latinoamericana, cuya edificación data de los años cincuenta. Se trata de construcciones por los rumbos del poniente encargados a los arquitectos más solicitados del momento. Son edificios de formas audaces, que recuperan la tradición oficial de integrar diversas manifestaciones de otras artes en la arquitectura.
Cuando camine esta ciudad debe recordar que detrás de esas mansiones en ruinas del Centro Histórico, detrás de esas casas envejecidas de la colonia Roma, detrás de las construcciones públicas del accionar gubernamental, están los múltiples rostros e historias de la muy noble y lealCiudad de México.