La ciudad de los manantiales, situada en la cuenca del río Laja, comenzó como la villa fundada en 1542 por Fray Juan de San Miguel. Quedó en el camino de la Ruta de la Plata, así que creció durante el Virreinato viendo el paso de minerales preciosos. Aprendió a ser comerciante, a trabajar la cantera, el hierro, la lana. Y a sus artesanos se sumarían los artistas que de Estados Unidos llegaron. Eran los años cuarenta del siglo XX y se acababa de inaugurar la Escuela de Bellas Artes. Aparecieron entonces el prestigio, una atmósfera bohemia y el mural inconcluso de David Alfaro Siqueiros. La forma había llegado para quedarse en esta Ciudad Patrimonio.
Hay plazas que brillan. Puede ser el efecto de la luz sobre sus árboles y edificios o el bullicio que desprende la gente cuando las camina. Pero el jardín principal, la Plaza Allende, posee una luminiscencia distinta. Están las cosas que los ojos miran: el vendedor de globos, los portales, la Parroquia de San Miguel Arcángel adueñándose de las nubes y los laureles arremolinados al frente como no queriendo que el quiosco se escape o cambie de sitio. También lo ocurrido aquí es lo que ilumina.
Este fue el centro de la villa de San Miguel el Grande en el tiempo de los franciscanos, y conoció la primera versión de la parroquia comenzada durante el siglo XVI. Fue el lugar que después vio nacer a Ignacio Allende, y el que alojó las conspiraciones del movimiento insurgente. Llegó 1826, la villa se volvió ciudad y cambió de nombre. Ahora San Miguel sería de Allende. Lo que no mudó fue el aire de la plaza, su pasado transparente.
Condenada también a transformarse, la Parroquia de San Miguel Arcángel se ha visto a sí misma mudar de forma varias veces. Su fachada fue sobrepuesta entre 1880 y 1890. El encargado de diseñarla fue el maestro de obras Ceferino Gutiérrez, y la inspiración habría de encontrarla en el gótico de las catedrales europeas y los daguerrotipos que de ellas circulaban, como la de la Colonia, en Alemania. De ahí sus puntiagudas torres, sus arcos ojivales, y el lento y curveado ir y venir de los relieves, de la cantera rosa. Dentro, custodiando la atmósfera neoclásica, se encuentra el Señor de la Conquista, un Cristo regalado por Carlos V al pueblo de San Miguel.
Para acompañarla, para no dejarla nunca sola, la parroquia tiene a su lado el Templo de San Rafael o la Santa Escuela de Cristo, fundada por el padre Luis Felipe Neri de Alfaro en 1742. Como si hubiera recibido la consigna de vigilarlo todo, la torre de su campanario se eleva, atenta y con gracia, por encima del antiguo mercado de flores, Y desde ahí se adelanta al transcurrir de la vida en la plaza cada día.
Al oeste del jardín, luego de la estatua de Fray Juan de San Miguel, se encuentra el Museo Casa de Allende (Cuna de Allende 1; martes a domingo de 9 a 17 horas; admisión $42 pesos, domingo entrada gratuita). Es el inmueble de mediados del siglo XVIII que vio nacer al hombre que después lucharía por sus ideales, entre los que estaban un México sin España. Además de la historia de San Miguel, la Ruta de la Plata y el comienzo de la insurreción, aquí puede conocerse la forma en que vivía una familia criolla, sin preocupaciones de dinero, antes de 1810.
Una cuadra después, en la esquina de la calle Canal, ha de buscarse la Casa del Mayorazgo de la Canal. Se construyó diez años antes de que estallara la guerra de Independencia, así que la ciudad habrá de agradecer siempre el atinado momento que para levantarla escogieron los descendientes de don Manuel Tomás de la Canal. Hoy pertenece al Banco Nacional de México y su interior queda fuera del alcance del público cuando no hay exposiciones temporales, pero la fachada basta para contentar la mirada. Sus líneas barrocas y renacentistas, el portón de madera labrada y el nicho que con cariño acoge una imagen de Nuestra Señora de Loreto, interrumpen el presente, haciéndonos volver a lo que no vivimos.
Unos pasos al este se encuentra el antiguo Palacio Municipal, al norte del jardín. En este edificio de 1736, Allende instaló el primer Ayuntamiento del México Independiente. Hoy es la sede de las oficinas del Consejo Turístico, y desde aquí parten los tranvías que siempre ayudarán a notar los detalles de la ciudad que al caminante escapan. En la siguiente esquina, rumbo al Templo de San Francisco, queda la Casa de las Conspiraciones, el sitio que sirvió a los insurgentes para reunirse a escondidas.
LOS FRANCISCANOS
El primer templo de la ciudad, el que acompañó la llegada de los franciscanos a principios del siglo XVII, fue el Templo de la Tercera Orden. Sencillo, con un campanario sin cúpula, sirvió a la orden hasta que comnezó la construcción, justo al lado, del Templo de San Francisco en 1779. Más grande, más imponente, este tardaría veinte años en concluirse. Y el resultado fue una fachada que a los creyentes habla con el barroco estípite. La torre y la cúpula, proyectadas por el arquitecto Francisco Tresguerras, habrían de ser neoclásicas. El atrio que antecede a ambos templos se volvió una pequeña plaza arbolada, donde lo mismo suceden la tarde, la fuente al centro o la placidez con que las bancas reciben a quien se sienta en ellas.
Caminando a un costado del claustro del Templo de San Francisco, por la calle Juárez, se llega a la de Mesones y ahí, a la derecha, se extiende la Plaza de la Soledad o Plaza Cívica. Árboles y faroles se alinean aquí como queriendo abarcar el espacio, pero este es amplio y se alarga, da vuelta a las jardineras, a la estatua ecuestre de Ignacio Allende, y se detiene sin remedio frente a los dos edificios que lo dirigen todo. El Colegio de San Francisco de Sales y la que fuera su capilla: el Templo de Nuestra Señora de la Salud.
El colegioperteneció a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri. Interesada al igual que la Compañía de Jesús en la educación, la orden consiguió de alguna manera continuar con la labor magisterial que tanto importó a los jesuitas. Así, a finales del siglo XVIII la notoriedad del colegio era inminente. Aquí se enseñaba gramática, retórica, filosofía, teología. Y a las aulas asistieron aquellos que después se mostrarían inconformes con el estado de las cosas en la Nueva España: Aldama, Humarán y el mismo Allende.
No es difícil imaginar a los hombres que harían historia saliendo de clases con los libros en la mano y el día esperándolos alrededor de la plaza. Y si el Templo de Nuestra Señora de la Salud hablara, nos contaría las innumerables conversaciones de las que fue testigo. Porque ahí ha estado siempre desde 1735, con su fachada abriéndose en una enorme concha marina de cantera labrada, con su campana repicando, antigua, moviendo el aire como si solo fuera de ella; con las pinturas en su interior de Juan Rodríguez Juárez, Miguel Cabrera y Antonio Torres añadiendo valor a su ya orgullosa presencia.
Un segundo después, al oeste, se mira el Oratorio de San Felipe Neri, también del siglo XVIII. Fue levantado sobre una antigua capilla indígena, la de la Cofradía de los Mulatos. Es de esas construcciones donde las piedras cuentan vehementes el sincretismo con el que fueron colocadas. Detrás de su fachada de piedra para contar la vida de San Felipe Neri. Pero quizá el mayor tesoro del oratorio sea la Capilla de la Santa Casa de la Virgen de Loreto, mandada construir por don Manuel Tomás de la Canal. Sus paredes de talavera y el camarín donde se acumulan, exuberantes, seis retablos barrocos, son un secreto que solo a unos cuantos está permitido develar.
MUSEO DE JUGUETES
Un montón de juguetes y una niña pueden ser el principio de un museo. Tal es el caso de Angélica Tijerina Morales, una mujer que comenzó reuniendo los juguetes artesanales que su padre le traía, lo mismo del desierto que de la costa, pero siempre mexicanos. Creció, su colección también, y hoy posee más de mil piezas exhibidas en La Esquina, Museo del Juguete Popular Mexicano (Núñez 40; Teléfono: 01415 152 2602; miércoles a sábado de 10 a 18 horas, domingo de 10 a 15 horas; admisión $30 pesos;www.museolaesquina.org.mx).
Esos objetos que tanto entretienen se acomodan en La Esquina en tres partes. Una es la feria, llena de juguetes ruidosos. Sonajas, matracas y tambores cubren los estantes. Están las piezas del maestro Gumercindo España; pequeñas escenas históricas en movimiento. Hay muñecos de cartón de Celaya y otros hechos de totomoxtle (la cáscara que cubre al elote). Y el concierto de colores deriva en ruedas de la fortuna, carruseles, una montaña rusa de espiga de trigo y un circo tejido en palma. La segunda sala es de muñecas y la tercera es un universo de coches, aviones, barcos de hoja de lata, caballos de catón y madera. Los cocodrilos con ruedas del artesano Guillermo Trejo completan la muestra.
ENTRE PINCELES Y CABALLETES
Ahí donde se juntan las calles Canal y Hernández Macías, fue construido en 1755 el Templo de la Inmaculada Concepción, también llamado “Las Monjas”. Sin padres y con dinero, queriendo convertirse en religiosa, María Josefa Lina de la Canal mandó levantar el templo. Su creación, al igual que la del convento anexo inaugurado diez años después, fue encomendada al arquitecto Francisco Martínez Gudiño. Después Ceferino Gutiérrez agregaría una cúpula neoclásica, siguiendo su costumbre de voltear hacia Europa, y esta vez miró el domo parisino del Palacio Nacional de los Inválidos. El interior de “Las Monjas” acabaría por reunir las pinceladas de los grandes artistas novohispanos: Juan Rodríguez Juárez, Miguel Antonio Martínez de Pocasangre, Miguel Cabrera, Jesús Gómez.
Es como si se hubiera anticipado doscientos años al furor estético que se agitaría en su siglo XX era convertirse en la Escuela Universitaria de Bellas Artes. Estaban por terminar los años treinta y Felipe Cossío del Pomar, un intelectual peruano, y el artista estadounidense Stirling Dickinson se encargaron de llenar la atmósfera de San Miguel con las vanguardias que ocupaban al mundo en ese momento. La escuela que fundaron tuvo resonancia, sobre todo entre los artistas y veteranos de guerra estadounidenses.
Poco a poco los salones se fueron llenando con alumnos y maestros igual de interesantes. Carlos Mérida, José Chávez Morado, Eleanor Coen, Pablo O’Higgins, Leonard Brooks y Alexander Archipenko pasaron por aquí. En 1948 aparecería el gran David Alfaro Siqueiros para impartir un taller de muralismo. Hubo problemas, la escuela cerraría y el mural que Siqueiros había comenzado quedó sin terminar. Ahora y desde 1962, este es el hogar del Centro Cultural Ignacio Ramírez, “El Nigromante” (Hernández Macías 75; Teléfono: 01415 152 0289; lunes a viernes de 9 a 18 horas, sábado de 10 a 13 horas; www.instituto-allende.edu.mx). Cossío del Pomar y Dickinson unieron fuerzas nuevamente y abrieron una segunda academia en la década de los cincuenta. Se instalaron en la antigua casa de descanso de don Manuel Tomás de la Canal. Y hubo un tiempo que, entre los arcos del patio interior y la fuente barroca ochavada al centro, se paseaban sin cesar escritores, pintores, escultores.
La reputación del instituto y la intensidad del momento atrajeron a Jack Kerouac y Neal Cassady. Curiosa es la forma que la vida tiene de tejer circunstancias: lo mismo permite que un par de beatniks hayan puesto los pies donde reposaba don Manuel Tomás, el gran benefactor de San Miguel, en el siglo XVIII, o deja que hoy en día los visitantes se enfrenten aquí al mural de David Leonardo, en el que narra la historia resumida de la villa y del país.
EL FLUIR DEL AGUA
Al sureste de San Miguel, ahí donde el agua brotaba incesante, se desliza ahora una calle empedrada: el Paseo del Chorro. Área de manantiales, su profusión fue explicada con una leyenda: fueron los perros de Fray Juan de San Miguel los que descubrieron el nacimiento de las aguas, y el sacerdote supo entonces que aquí habría de comenzar una ciudad. Más tarde la familia De la Canal se propuso entubar el agua, construir baños y fuentes, y una pequeña capilla en lo alto para agradecer la abundancia.
Quien hoy desciende por el paseo, lo hace asombrado. La calle serpentea complacida, se detiene por un momento en los balcones y desniveles de la Casa de Cultura, luego sigue bajando entre árboles. Llega hasta Los Lavaderos, esas tinajas rojas, llenas de años, donde todavía es posible ver a las personas enjuagando su ropa. Y continúa resbalando un poco más hasta la entrada al Parque Benito Juárez (Aldama y Diezmo Viejo). Este solía ser un terreno lleno de huertas, pero hace poco más de cien años fue convertido por el doctor Ignacio Hernández MAcías en un universo para albergar árboles. Cedros, acacias y truenos recortados esparcen sus sombras, y la gente se mueve debajo de ellas con la sabiduría de quien sabe que está en un sitio distinto, uno al que dan ganas de darle las gracias.
EL ARTE DEL ALGODÓN
No muy lejos del centro, al norte, un poco antes de la salida a Dolores Hidalgo, hay un recinto que merece ser visitado. Quien hubiera pasado por aquí en 1902, se habría encontrado con la recién inaugurada Fábrica La Aurora (Calzada de la Aurora s/n, La Aurora; lunes a sábado de 10 a 18 horas, domingo de 10 a 17 horas: Teléfono: 01415 152 1312;www.fabricalaaurora.com). Sus puertas de hierro forjado se abrían entonces como ahora, solo que en ese momento el interior resguardaba el intrincado proceso de los textiles. Aquí se limpiaba, estiraba y torcía el algodón hasta transformarlo en hilos, hasta volverlo manta. La fábrica aprovechaba el agua acarreada desde la Presa Las Colonias para generar su propia energía eléctrica, hasta que cerró en 1991 y el traqueteo de los telares siguieron el mutismo y el desempleo.
Una década después se deshizo el vacío que se había acumulado en salones y bodegas. El espacio fue ocupado por talleres y galerías de arte contemporáneo, por libros, joyas y artesanías. Todavía quedan algunas máquinas conviviendo como si nada con piezas de arte. Como los trociles en medio de las pinturas de Fernando M. Díaz. Es fácil pasarse aquí el día, deambular de un rincón a otro, y descubrir los cuadros de Carlos Mérida, Chucho Reyes y Chávez Morado colgando en la galería La Buhardilla. Y con un poco de suerte puede verse al artista Kelley Vandiver pintar sus perros y gallos vestidos de santos.
ZONA DE PAZ
Al noreste de la ciudad y separado del mundo, aparece para quien lo busca El Charco del Ingenio (Paloma s/n, Las Colonias; Teléfono: 01415 154 8383; lunes a domingo de 9 a 18 horas; www.elcharco.org.mx). Una reserva natural que abrió sus puertas en 1991 con la consigna de convertirse en un proyecto comunitario de resistencia ecológica. Era el esfuerzo de la sociedad civil por arrebatarle 67 hectáreas de tierra a la mancha urbana. Y así fue. Con una cañada como paisaje, quedaron dentro de sus límites manantiales y pozas de agua, también construcciones que han visto pasar el tiempo. Están las ruinas de un molino del siglo XVI, y el puente del antiguo camino a Xichú construido en el siglo XVIII. El casco de la antigua Hacienda de Landeta tuvo su gloria en este lugar cien años después. Y la cortina de la Presa Las Colonias, de principios del siglo XX, todavía conserva el largo acueducto que alguna vez llevó agua a la Fábrica La Aurora.
Pero El Charco también es un jardín botánico, y su Conservatorio de Plantas Mexicanas, reúne una extensa colección debajo de un mismo techo. Un garambullo gigante da la bienvenida al invernadero, y dentro van surgiendo viejitos, biznagas albinas, coquitos y orejas de burro. Afuera, se camina entre agaves y el día cae lo mismo sobre sus puntas que en la arena del Jardín de los Sentidos, sitio pensado para olvidarse de los zapatos. Ahí los dueños del espacio son un telescopio, plantas aromáticas formando un laberinto y el pequeño anfiteatro que a veces mira títeres cobrar vida. A un lado se encuentra la Plaza de los Cuatro Vientos, con la reproducción de un códice tolteca-chichimeca en el suelo. Aquí llegan el aire, la vastedad de la cañada y la calma. Por eso en el equinoccio de primavera de 2005 el Dalai Lama declaró que esta es una zona de paz.
UNA AVENTURA ORGÁNICA
En el camino a Atotonilco, 12 kilómetros después de San Miguel de Allende, se encuentra Nirvana (Antigua Vía del Ferrocarril 21, El Cortijo; Teléfono: 01415 185 2194; lunes a sábado de 12 a 22 horas, domingo de 12 a 20 horas; www.hotelnirvana.mx), el espacio creado por Juan Carlos Escalante para hacer las veces de paraiso. Se trata de un restaurante con un hotel, dice Juan Carlos elaborando una sonrisa con un hotel. Lo cierto es que se trata de un refugio, una pausa para encontrar el camino de vuelta hacia uno mismo. Aquí no se puede llegar directo a la mesa y sentarse a comer. Los jardines y el verde llaman: dan ganas de andarlos, de permitirle a la mirada saturarse de eucaliptos, nogales y pirules, o meterse a la alberca de agua termal y desde ahí sentir la luminosidad del día sobre las cosas.
Luego se descubren el spa y las nueve habitaciones de adobe, todas compartiendo la misma vista, atestiguando el lento alzarse de la vegetación por encima del río Laja. También está el huerto, un pequeño mundo orgánico salpicado de brotes de acelga y albahaca, de brócoli y distintas clases de lechugas, ingredientes siempre a punto de transformarse en los sabores que Juan Carlos imagina. Y uno se enfrenta a su comida, a los taquitos de pollo en salsa de ciruela, el venado en adobo de chile negro o el pay de queso con amaranto, solo para terminar con una sensación de absoluta acogida: aquí se está bien, como en pocas partes.
EL PODER DE LAS IMÁGENES
Si se recorren 14 kilómetros desde San Miguel de Allenderumbo a Dolores Hidalgo, se llega al Santuario de Jesús Nazareno de Atotonilco, la obra maestra del barroco mestizo que no podía más que ser reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad en 2008. Fue el sueño del padre Luis Felipe Neri de Alfaro, que dormido descifró la voluntad de Cristo de levantar ahí un templo para darle cabida a oraciones y penitencias, a ejercicios espirituales. Era 1740 y la iglesia había comenzado. Se levantó una nave central y a su alrededor numerosas capillas. Los muros y los años se fueron llenando con escenas de la Historia de la Salvación y las pinceladas del pintor criollo Miguel Antonio Martínez de Pocasangre, un artista capaz de llamar la fe a través de la plástica. Elaborados con la fuerza de una técnica como la témpera, suyos son la mayoría de los murales del santuario. Y ahí están, surtiendo su hipnotizante efecto, los evangelios apócrifos del sotocoro o los amontonados rostros en la bóveda de la Capilla del Calvario.
Al deslizarse a través del piso de mezquite, de un altar a otro, de capilla en capilla, algo se va sumando a las imágenes. Una suerte de mágica percepción permite, por un instante, descubrir la esencia del padre Neri, hacedor de milagros, que dicen era capaz de perfumar a la gente. Murió en 1776 cuando solo faltaba por construir la Santa Escuela de Cristo. Por aquí pasaría Miguel Hidalgo, el 16 de septiembre de 1810, en su camino a San Miguel el Grande. Ya había dado el grito en Dolores, ya había nombradoo oficiales en la Hacienda de la Erre, le faltaba el estandarte que se convertiría en la primera bandera del ejército insurgente, el de la Virgen de Guadalupe que encontró en este santuario.