Salir de la ciudad de Oaxaca, la vieja Antequera, sería imposible si detrás de los montes no estuviera el mar.
La costa del Pacífico, sobre ese océano profundo y silencioso que ha olvidado el verde de otras latitudes y se aferra al azul marino, se abre como escenario al horizonte infinito, desde Santiago Pinotepa Nacional, con sus viejas histórias de viajeros atrevidos y sus sueños de tesoros nunca encontrados, hasta la tierra de los zapotecos del Istmo de Tehuantepec; ahí por San Francisco del Mar Muerto, la vida asume una sinfonía de colores y de luces; de sonidos que vienen de la tierra y otros que vienen del mar.
Las Playas del Estado de Oaxaca no son ya esas interminables extensiones de arena y agua.
La tierra abraza al mar y sus frutos se desgranan sobre las olas como una ofrenda. Santuario múltiple, la costa oaxaqueña tiene ya la costumbre de ser sagrada. Lo es para las especies animales amenazadas que en la Laguna de Chacahua encuentran refugio a sus afanes por aferrarse a la vida.
Puerto Ángel es un santuario para la libertad donde los jóvenes de todas las edades disfrutan de un espacio para hablarle de tú al universo, y donde los que no se doblegan ante la fuerza de un mar embravecido pero rítmico en Puerto Escondido, lo saludan de pie sobre sus tablas, desafiando el equilibrio.
Geográficamente, la costa oaxaqueña abarca tres de las siete regiones del estado: la Mixteca Baja, la Costa y el Istmo. Cada una es distinta, pero todas tienen algo en común: son el límite hacia el sur de una tierra que ha dado a México gran parte de lo que es el país.
Las costas de Oaxaca combinan todo el encanto y la belleza que su corazón puede resistir, así como toda la bondad y comodidad que pueda imaginar.
Todo en Oaxaca, ya dijimos, es parte de un ritual que se origina en lo sagrado. La comida, las dulces voces de sus habitantes, sus cielos con nubes como copos de algodón, sus aguas violentas y sus caletas apacibles, todo tiene un origen divino. No en vano, en sus alturas el hombre se encontró un día con Dios.