La tarde cae con lentitud sobre la selva de Los Chimalapas. El aire se torna húmedo. Algunas aves despiden con ansiedad la luz del día. A la distancia, un grupo de monos aulladores lanza su poderoso bramido; quizás el viento llevó hasta sus dominios el olor de los intrusos. Conforme la oscuridad va adueñándose del paisaje, crece el escándalo. Por fin, la luz desaparece y se hace el silencio. Pero esto no significa que llegue la calma, tan sólo hay cambio de turno anunciado por el intermitente y errático centello de las luciérnagas. Con ellas, la fauna nocturna se despereza e inicia su diario trajín a través de la noche.
La lucha por la supervivencia no permite el descanso. Buena parte de la flora expele sus más seductores aromas para atraer polinizadores: moscas, mariposas, zancudos, polillas, abejas, arañas e incluso murciélagos. La gran mayoría de estos últimos son insectívoros, de ahí que aprovechan el frenético noctambulismo de los insectos para comer a sus anchas. En una sola noche los murciélagos pueden devorar una cantidad equivalente a la mitad de su propio peso. Comparten semejante apetito ciertas ranas, sonoro crar en temporada de apareamiento resulta de gran utilidad para sus depredadores. Las ardillas voladoras (que en realidad deberían llamarse planeadoras, pues la membrana que une sus patas delanteras con las traseras sólo les permite deslizarse con las corrientes de aire) también degustan insectos, como escarabajos y chapulines, aunque prefieren arrancar de las altas ramas bellotas, semillas de pino y algunos frutos. Como parte de una notable ingeniería biológica, las ardillas prestan un invaluable servicio al bosque, pues al no digerir del todo las semillas, dispersan con su excremento el embrión de nuevos árboles. Otros roedores aprovechan la oscuridad para patrullar la selva en busca de frutos que han caído al suelo, aunque deben cuidarse las espaldas del acecho de búhos y lechuzas.
La competencia vital no excluye la convivencia. Vegetarianos como el puerco espín arborícola y las martuchas (o micos de noche) comparten el espacio con el oso hormiguero y con carnívoros como el cacomixtle.
No es extraño que a media noche el explorador despierte sobresaltado por el pisotón de un tepescuintle, ya que dicho roedor, el más grande de su género (mide hasta 80 centímetros), no acostumbra dar rodeos. Anda nervioso, como si tuviera prisa. Y es natural. Su carne es codiciada por el ocelote y el jaguar, felinos que también poseen hábitos nocturnos.
Los primeros rayos del sol marcan el retorno a nidos, madrigueras, cavernas o ramas altas, según sea el caso. Muchas otras especies se despabilan y se disponen a iniciar el nuevo día bajo este portentoso manto verde. Así discurre la sucesión de días y noches, en una armonía cada vez más endeble, según campesinos, ejidatarios, ecologistas y algunos académicos. Ellos ven en los nuevos proyectos productivos que se planea impulsar en el Istmo de Tehuantepec una seria amenaza al entorno natural.
Los Chimalapas son un entramado de selva alta, media y baja, bosque mesófilo de montaña y macizos arbóreos de encino, pino, roble, cedro, liquidámbar y muchas otras especies. Es una vasta región enclavada en pleno Istmo de Tehuantepec, en el costado oriente de Oaxaca y una porción de Chiapas. Abarca 595 mil hectáreas, de las cuales se estima que 460 mil se conservan en excelente estado, circunstancia excepcional si consideramos que hasta la fecha ha desaparecido el 90% de las selvas tropicales mexicanas.
El valor de dichas selvas radica en que albergan hasta el 80% de todas las especies de flora y fauna del país. Tales especies interactúan estrechamente, equilibrando sus respectivas poblaciones, germinando semillas, fertilizando los suelos, conteniendo las torrenciales lluvias. Las selvas, además, estabilizan el clima y proveen gran cantidad de alimentos y medicinas. Las plantas, por ejemplo, aportan las materias primas para la fabricación de analgésicos, tranquilizantes, diuréticos, laxantes y antibióticos. Se estima que más de dos mil plantas selváticas poseen propiedades anticancerígenas.
Estos ecosistemas han sufrido un intenso asedio por parte de ganaderos, madereros, agricultores y cazadores furtivos, e incluso se han fomentado desmontes masivos a fin de hacer “productivas” esas tierras. La tendencia prevalece, al grado de que durante la última década la selva de Montes Azules, en Chiapas, perdió casi la mitad de sus 500 mil hectáreas, a pesar de ser una reserva natural bajo protección del gobierno federal.
Por lo anterior los comuneros chimas, así como algunos biólogos y grupos ambientalistas, ven con recelo el ambicioso proyecto productivo diseñado para el Istmo de Tehuantepec, mejor conocido como Canal Transístmico. Este proyecto incluye un fuerte impulso a la industria química y petroquímica; le siguen actividades asociadas a la extracción de maderas y minerales no metálicos (mármol, roca fosfórica, sal de mar, cal, cemento); industrias de la transformación; ensamble automotriz y fabricación de autopartes; maquiladoras textiles, muebleras, de productos electrónicos y de alimentos; plantaciones de café y de frutas, pesca comercial, granjas camaronícolas, turismo en Huatulco y otros rubros.
Lo anterior exige la creación de una vasta infraestructura urbana y de comunicaciones. Por lo pronto se habla de un “corredor de transporte multimodal”, esto es, la expansión y modernización de las terminales portuarias de Salina Cruz y Coatzacoalcos, renovación de la vía férrea que las enlaza, ampliación de la carretera federal y construcción de una autopista de cuota.
Se trata, de 81 proyectos productivos y 65 de infraestructura. Si bien en principio estos planes respetan la zona de Los Chimalapas, tienden a acortarla físicamente y podrían atrofiar una de sus funciones básicas: la de actuar como puente natural entre los ecosistemas tropicales del Golfo de México y del Pacífico. Por otro lado, los pobladores chimas desconfían. Aun cuando el Canal Transístmico involucra una inversión de 14 mil millones de pesos, ellos estiman que trastornará la vida de 80 municipios de Veracruz y Oaxaca, cuyos habitantes recibirán escasos beneficios.
A lo largo de casi tres décadas, los comuneros de Los Chimalapas han afrontado toda clase de adversidades: hostigamiento policial e invasiones apoyadas por los gobiernos locales, así como desmontes con fines madereros o para impulsar grandes monocultivos o actividades ganaderas. A todo se han opuesto con cierto éxito. En los años setenta lograron expulsar a cuatro empresas madereras que llevaban un cuarto de siglo aserrando el oriente de la selva; en años recientes bloquearon dos proyectos carreteros que pretendían atravesar este ecosistema, detuvieron los planes de construcción de la presa Chicapa-Chimalapa y frenaron un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo para instalar un complejo forestal y una vasta red de accesos a los macizos boscosos.
Hasta la fecha no han conseguido regularizar la tenencia de sus tierras ni que los gobiernos oaxaqueño y chiapaneco definan sus límites territoriales, aun cuando en ambos casos existen resoluciones presidenciales a favor de las demandas campesinas. Tal ambigüedad ha creado un ambiente propicio para la tala clandestina, la caza furtiva, los incendios intencionales e incluso el narcotráfico. En un afán por contrarrestar los factores que atentan contra la riqueza natural de la región, los chimas, asesorados por académicos y ambientalistas, propusieron que la zona fuera declarada “reserva ecológica campesina”. Todavía en 1993 la Secretaría de Desarrollo Social no descartaba la idea, pero a partir de 1994 las nuevas autoridades ecológicas rechazaron esa propuesta en forma tajante.
El Instituto Nacional de Ecología argumenta que no existe la figura de “reserva ecológica campesina” entre los tipos de áreas protegidas. Además, asegura que esa iniciativa es de grupos ecologistas y no de los comuneros, quienes a su parecer se encuentran “muy divididos”. El Comité Nacional para la Defensa de Los Chimalapas, integrado por medio centenar de agrupaciones, refuta las afirmaciones oficiales. Lo que más incomoda a las autoridades, dice, es la concepción misma de la reserva, ya que serían los propios comuneros quienes la diseñarían, a partir de su propio conocimiento y estudios e inventarios biológicos. Los chimas identificarían las áreas que deben conservarse, los corredores biológicos y las especies de flora y fauna a proteger, así como las actividades productivas tolerables al interior de la reserva. Más aún: ellos serían los administradores. Tal esquema contradice por completo el modelo que aplican las autoridades ambientales.
Tan sutiles y frágiles como como el hilo de una telaraña son las complejas interrelaciones que a lo largo de milenios han tejido las especies de flora y fauna selváticas. Al decir de los especialistas, los daños a estos ecosistemas desatan una cadena de extinciones que van desde los escarabajos y las hormigas, ambos fundamentales para la fertilización del suelo, hasta los felinos, monos, osos hormigueros, águilas de cresta, tapires, pecaríes, nutrias, faisanes reales, gallinas de monte, tepescuintles, jabalíes y venados.
Basta con adelgazar la masa forestal para que los vientos encuentren paso libre y desequen los suelos de los reductos selváticos. Acto seguido, las lluvias arrastran grandes cantidades de materia orgánica, lo cual se traduce en una vertiginosa erosión. Esa ha sido la historia del 90% de las selvas mexicanas. Hoy sólo queda un archipiélago donde destacan por extensión y riqueza biológica Los Chimalapas. En sus tierras aún es posible encontrar quetzales, faisanes, loros, tucanes, pavas, tapires, venados, jabalíes, armadillos, monos, osos hormigueros, felinos y el águila arpía.
También se habla de serpientes de cascabel, boas, coralillos y nauyacas. Para muchos, el mayor peligro consiste en toparse con un “león” (al puma se le conoce como león americano). Sin embargo, los más conocedores aseguran que nada se compara con los pecaríes, pues son feroces y andan en manadas que superan el centenar: “Son como pirañas de tierra”.
Estadísticas preliminares, basadas en los tipos de ecosistemas que coexisten en Los Chimalapas, estiman que esta región podrían contener 146 especies de mamíferos, 340 de aves, 60 de reptiles, 40 de anfibios y hasta 500 de mariposas. Hacen falta estudios para determinar con precisión la riqueza biológica de este paraíso natural, donde se calcula que en una sola hectárea habitan hasta 900 especies vegetales y 200 de animales.
Un auténtico jardín del edén que hoy, sin saberlo, se haya inmerso en una carrera contra el tiempo.