Esta actividad artesanal fue sin la menor duda la más bella y perfecta de las artes prehispánicas, que continuó con idéntico preciosismo, pero con diferente destino durante un largo periodo del virreinato.
Las plumas fueron, hasta la llegada de los europeos, objeto de riguroso tributo, motivo de puntuales legislaciones que restringían su uso y penalizaban severamente a quienes las portaran como adorno sin estar acreditados para hacerlo y en el caso concreto de las que caracterizan por su brillo a los colibríes, tenidas como la piel de los guerreros muertos en batalla, que por este hecho habían formado durante cuatro años parte del cortejo del Sol en su diario recorrido del amanecer hasta el cenit.
Terminado ese periodo aquellos guerreros regresaban a la tierra convertidos en esas pequeñas aves, cuyas plumas brillaban por la cercanía que habían tenido con el Sol: por lo tanto, esas plumas eran material sacralizado.
Es importante destacar que ninguna ave tales como guacamayas, loros, quetzales, flamencos, calandrias, colibríes, eran sacrificadas para obtener su plumaje; algunas se mantenían en aviarios que fueron descritos con amplitud por Bernal Díaz del Castillo, donde según su testimonio un verdadero ejército de mozos se encargaba de alimentarlas y recoger todos los días las plumas de “muda”, que posteriormente eran entregadas a los artífices. Otras aves eran capturadas vivas, desplumadas parcialmente y, después, puestas en libertad.
En lo profundo de la historia
El origen de este arte espléndido se desconoce y la antigüedad de su extraordinario desarrollo quizá nunca se llegue a precisar, pero ya las pinturas murales de Teotihuacan, correspondientes al esplendor de esa metrópoli, representan a dioses y algunos jaguares entre otras figuras, con enormes penachos y escudos ornamentados con plumas. Se dice que su florecimiento en México-Tenochtitlan se debió al rey Ahuizotl, quien lo introdujo en esa ciudad, pero no hay prueba de ello; algunos cronistas se refieren al reino de Michoacán como su cuna, lo que es dudoso. Sin embargo, de lo que si existe certeza es que fueron Pátzcuaro y Tzintzuntzan los lugares donde se mantuvo viva esta complicada técnica artesanal, prácticamente hasta finalizar el siglo XVIII.
Los movimientos armados que sufrió nuestro país a lo largo del siglo XIX limitaron esta actividad artesanal a tal grado que Gerardo Murillo, el famoso Dr. Atl, quien fuera uno de los defensores más destacados del arte popular mexicano, consideró allár los años 20, que el arte plumaria para entonces ya había desaparecido.
Para 1960 se veían en algunos comercios dedicados a la venta de “curiosidades mexicanas”, que estaban ubicados en la avenida Juárez y en la calle de Madero, de la ciudad de México, cuadros que representaban, sobre cartón de color negro, aves fantásticas, simuladas con plumas de gallina, que habían sido pintadas con anilinas de colores chillantes.
Al inicio de la década de los 70, el interés del gobierno federal por revalorar al arte popular mexicano condujo a la apertura de líneas de investigación tendientes a conocer qué había, qué se podía rescatar y cómo se podía comercializar la cuantiosa producción artesanal de nuestro país; en ese período tuvimos la suerte de conocer a don Gabriel Olay, quien aseguró que él conocía la antigua técnica del arte plumaria. Se le solicitó que presentara un trabajo que demostrara lo dicho por él y para sorpresa de todos, cuando se recibió la muestra, las expectativas estaban rebasadas por mucho en relación con lo que se esperaba. A partir de aquel momento el maestro Olay quedó bajo la protección de la presidencia de la república, que adquirió toda su producción hasta el final de aquel sexenio.
Por los años 90, pero esta vez en el que fuera Museo Nacional de Artes e Industrias Populares, que dependía del Instituto Nacional Indigenista, se tuvo la oportunidad de contactar al señor Aurelio Franco, que llevó para sueventual adquisición algunos trabajos que él creaba realizados con pluma; su técnica es perfecta e informó que la había aprendido en Catemaco, Veracruz.
El objeto prehispánico de arte plumaria mejor conservado en nuestro país, se encuentra resguardado en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México, se le conoce con el nombre de “tapa cáliz”, ya que con esa función fue localizado en una iglesia, al parecer en la ciudad de Texcoco, a principio del siglo XX, por el investigador García Granados. Esta obra de arte por razones de su antigüedad debía ser retirada de permanecer expuesta permanentemente para protegerla, entre otras razones adversas por la luz que le estaba ocasionando un serio deterioro; la dirección de ese museo tomó la determinación de sustituir el original por una réplica exacta y el trabajo le fue encomendado a Aurelio.
La reproducción se trabajó en Tepoztlán, Morelos, donde vive el señor Franco y resultó perfecta.
No conocemos a otros modernos “amantecas”, pero los tres que en la actualidad viven, permite suponer que este arte se resiste a morir.