En lo hondo de una cañada, debajo del viento, acaparando el espacio que los purépechas nombraron como “lugar de ranas”, se sitúa la capital del estado. El destino de esta Ciudad Patrimonio se incluye en sus suelos de plata y en sus minas, las que dictaron el ritmo del trazo urbano: las calles ondulantes y caprichosas, las plazas impacientes como si quisieran moverse de sitio. Después aparecerían túneles, leyendas, la historia insurgente y un Guanajuato que siempre que se visita parece distinto.
LA ALHÓNDIGA DE GRANADITAS
Hubo un tiempo, el de las tribus chichimecas, el que antecedió al Virreinato, en que los sembradíos de la región miraban crecer maíz, frijol, calabaza, chile y aguacate. Llegaron los españoles y con ellos el trigo, el ajo, las vides, la ganadería. Se abrieron minas y caminos para transportar los minerales que de ellas se sustraían. El siglo XVIII, en especial, se recuerda abundante, vivido por comerciantes, ricos hacendados y una población en crecimiento. Por entonces se subraya el año de 1741 como la fecha en que la villa de Guanajuato obtuvo el título de la ciudad.
Más gente, nuevos aires y tanta celeridad hicieron que el campo y sus productos se volvieran importantes proveedores de alimento, y para guardar lo recolectado se edificó un depósito capáz de almacenar los granos indispensables: la Alhóndiga de Granaditas. Diseñada como si de una fortaleza se tratara, con pocas ventanas, fue mandada construir en 1797 por el intendente Juan Antonio de Riaño y Bárcena. Se terminó en 1809, justo un año antes de que estallara la guerra de Independencia, y nadie imaginaba que serviría de escenario, un 28 de septiembre, a la primera gran batalla del ejército insurgente.
De ese episodio se desprendió la mítica figura de “El Pípila”, un minero que habría de colocarse sobre la espalda una gran piedra a manera de escudo, y que lograría prenderle fuego al portón de la alhóndiga permitiendo que entraran los hombres de Hidalgo. Ahí murieron Riaño y los españoles que equivocadamente buscaron refugio en el granero. Pero no había de pasar mucho tiempo antes de que en las esquinas del edificio colgaran también las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez.
El recinto sirvió luego de fábrica de cerillos y cigarros, fue cárcel y finalmente en 1958 se inauguró como Museo Regional de Guanajuato (Mendizábal 6; Teléfono: 01473 732 1112; martes a sábado de 10 a 18 horas, domingo de 10 a 15 horas; admisión $49 pesos). Ahora su interior aloja bustos de bronce en memoria de los héroes de la Independencia, dos murales de José Chávez Morado y la colección de piezas de arte mesoamericano que el mismo pintor donó al estado. Sellos prehispánicos, cerámica de Chupícuaro y objetos que hablan de la historia de Guanajuatocompletan el acervo.
EL MERCADO
Bajando por Mendizábal se encuentran la calle Juárez y el Mercado Hidalgo, con su estructura de hierro y su torre de reloj anunciando a lo lejos el gusto por la arquitectura europea de finales del siglo XIX que Porfirio Díaz tanto amaba. Sus puertas fueron abiertas en 1910 como parte de las celebraciones del centenario de la Independencia. Fue levantado ahí donde antes hubo una plaza de toros, de modo que la emoción taurina fue reemplazada por el asombro que provocan al visitante los aromas de los guisos y el color con que se presentan a sí mismas las artesanías.
EL CERVANTINO
Al salir del Mercado Hidalgo, basta cruzar la calle Juárez para dentrarse en el Jardín Reforma, un rincón de árboles y sombra, de agua escurriendo de una fuente de cantera verde, preámbulo de la Plaza de San Roque justo al lado. Pequeña y solitaria, con su Cruz de Farolas vigilando callada al centro, esta plaza solía ser un libro abierto. Fue el escenario elegido por Enrique Ruelas, fundador del Teatro Universitario, para traer a la vida la imaginación del célebre Miguel de Cervantes Saavedra. Eran los años cincuenta y aquí se representaban los Entremeses Cervantinos.
El tiempo otorgaría fama a esas escenas de teatro y en 1972 terminarían por transformarse en el Primer Festival Internacional Cervantino. Las gradas para los espectadores nunca se quitan, permanecen ahí, mirando de frente el Templo de San Roque y su calle a la izquierda que todavía conserva las primeras piedras con las que fue trazada. De ganas de no irse de este sitio, de quedarse a mirar algún espectáculo o de escuchar la historia del santo al que está dedicado el tiempo, el que cuida de peregrinos y enfermos. Pero las calles en Guanajuato están hechas para andarlas y si se continúa por el callejón del Ramillete se llega a la Plaza de San Fernando, más amplia y transitada. Ahí la vida se mueve de un café a otro, de vueltas al rededor de la fuente, se sienta a observar la tarde pasar en una banca, se atora en las ruedas de la carretera de madera que reposa como si no existiera el tiempo, y juega a pisar la luz o las siluetas de las ramas que sobre el suelo se dibujan.
SU FAMOSO CALLEJÓN
De regreso a la calle Juárez de pronto la Plaza de los Ángeles, redonda y alegre. A la derecha el callejón del Patrocinio conduce a un barrio tan antiguo como pueda serlo el siglo XVIII. Y se entra al Callejón del Beso y a la historia del amor que no pudo ser entre doña Ana y don Carlos, en las faldas del Cerro Gallo. Angosto, cargado más de curiosidad que de romanticismo, es quizá uno de los rincones que la cámara fotográfica está siempre condicionada a anhelar. Hay que subir a uno de los dos balcones que casi se tocan y desde ahí mirar hacia abajo, hacia las parejas que son llamadas a besarse en el tercer escalón si lo que quieren son siete años de felicidad.
SUS EDIFICIOS
Larga y protagonista es la calle Juárez, caminarla es encontrarse con los principales edificios de la ciudad, como el Palacio Legislativo, inaugurado en 1903 por Porfirio Díaz, y la Mansión del Conde Rul, obra del arquitecto Francisco Eduardo Tresguerras. De estampa neoclásica, ambos forman parte del paisaje incluido en la Plaza de la Paz, ese pequeño triángulo arbolado que se acomoda alrededor de la escultura de Jesús Contreras: una mujer, símbolo de paz, hecha para recordar a quien la observa el fin de la guerra de Independencia.
Pero la mirada no se queda en la silueta femenina, se levanta un poco más, hacia las nubes, para abarcar las cúpulas de la radiante iglesia que hay detrás. Se trata de la Catedral Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato. Su fachada de cantera rosa y el barroco estípite tallado en ella, la virgen en el altar principal y el aire desenfadado que envuelve la catedral, hacen que la gente se detenga en este rincón de calma.
LOS JESUITAS
El callejón del Estudiante traslada a los túneles desde la Plaza de la Paz al pie de las escaleras de la Universidad de Guanajuato. Hecho de cantera verde y alargándose hacia el cielo como si quisiera con ello mostrarnos la mágica fórmula para elevarnos que poseen los libros, el edificio actual pertenece a los años cincuenta, pero la existencia de esta institución se debe a los jesuitas. Fueron ellos los que trajeron las ideas ilustradas de su tiempo; quienes dejaron volando las palabras “la verdad nos hará libres” para que las usáramos cuando hicieran falta; y quienes establecieron en 1732 el primer centro educativo que tuviera Guanajuato, el Hospicio de la Santísima Trinidad. El tiempo pasó, y el hospicio se volvió colegio; los jesuitas fueron expulsados y los filipinenses tomaron su lugar. Luego el gobierno se hizo cargo y no fue sino hasta 1945 que el colegio pudo llamarse Universidad.
La huella de los jesuitas permanece en la calle Lascuráin de Retana. Ahí están el patio del que fuera su convento y el hermoso Templo de la Compañía. Edificado entre 1747 y 1765, no podía ser más que barroco, el estilo que esa orden religiosa atesoró como ningún otro. Después se le agregaron en el interior altares neoclásicos, la cúpula caída en 1803 fue reemplazada, y la iglesia quedó en manos de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri. Entrar en este recinto es viajar a lo mejor de la plástica virreinal: el mural del coro fue elaborado por Miguel Cabrera, hay obras de los hermanos Rodríguez Juárez, y en la sacristía pueden verse las pinceladas de Baltasar Echave Orio.
LOS LAURELES
De la Plazuela de la Compañía es fácil llegar a la Plaza del Baratillo. Un sitio de tránsito, de puestos de flores, donde el momento será siempre precedido por la fuente de bronce que hay en el centro. Si se atraviesa el Ágora, un pequeño centro comercial, se sale a la calle Allende y un segundo después se está en el corazón de la ciudad, el Jardín de la Unión.
Aquí el clima se siente más fresco. La causante son los enormes laureles plantados muy juntos y en triángulo, cuya sombra crece apresurada. El quiosco demanda sin pausa la música que ha de alegrar a quien lo visita, como si no pudiera vivir sin las tardes de danzón o el vibrante estruendo de la banda sinfónica del estado. La gente va y viene, los cafés se elevan bulliciosos, mientras los edificios al fondo observan en silencio la algarabía a la que ya se han acostumbrado.
Uno de ellos es el Templo de San Diego, aparecido en el escenario urbano durante el siglo XVIII. De su estructura original solo se conserva la fachada barroca, lo demás fue borrado en una inundación. Dentro se halla el Cristo de Burgos, una imagen regalada por el Conde de Valenciana a los dieguinos. También aquí se conserva una pintura de la Virgen Inmaculada del genial José de Ibarra. El atrio está adornado por un monumento al “Tuno”, y por la réplica de La Giganta, de José Luis Cuevas. A un costado del templo puede conocer el Museo Dieguino y en él, los cambios de nivel que Guanajuato ha sufrido a lo largo del tiempo (Bajos de San Diego s/n; teléfono: 01473 732 5296; lunes a domingo de 10 a 18 horas; admisión $10 pesos).
Los años acumulados y las catástrofes transforman paisajes. Donde antes estuvo el antiguo e inundado Convento de San Diego, ahora reluce el Teatro Juárez; caprichosa circunstancia que otorgó al Jardín de la Unión se edificio estrella. Proyectado por José Noriega y Antonio Rivas Mercado, con sus columnas dóricas y sus musas lanzando proverbios al cielo, la vida del teatro comenzó en 1903. Fácil es imaginar a la gente de entonces escuchando embelesada la Aída de Verdi, lo mismo que el roce de los vestidos y bastones en el suelo, el abrir y cerrar de las cortinas en medio de una atmósfera morisca, o el murmullo de las conversaciones en el salón de fumadores, muy art nouveau. Y aunque después fuera utilizado como cuartel militar, circo y salón de baile, el teatro a la larga sabría deshacerse de nimiedades y recuperar su sentido perdido.
EL QUIJOTE
De seguir hacia el este por la calle Sopeña, se cruza en el camino La Casa del Quijote (Sopeña 17; teléfono: 01473 732 8226; domingo a sábado de 11 a 21 horas), una extensa galería de arte popular mexicano, y el Museo Iconográfico del Quijote (Manuel Doblado 1; teléfono: 01473 732 6721; martes a sábado de 9:30 a 18:45 horas, domingo de 12 a 18:45 horas; admisión $20 pesos), iniciado por el exiliado español Eulalio Ferrer. Un poco más adelante espera la Iglesia de San Francisco. Pero en la calle de Campanero la atención se detiene, pues la cruza un puente que regala, a quien debajo pasa, la escena arriba de un agradable café con mesas y gente conversando al aire y sin prisa. Ese episodio termina en la explanada del Teatro Cervantes. Si decide continuar por la calle Manuel Doblado se ha de poner los pies en la Plaza del Ropero: la estatua de Jorge Negrete y la casa rosa donde el cantante nació iluminan el hallazgo.
LA CIUDAD ZIGZAGUEANTE
Tal vez no exista mejor forma de entender Guanajuato que observándolo desde lo alto, desde el Cerro de San Miguel. Hay que subir en funicular, no gastar el aliento hasta no estar en la cima. Ahí, envuelto de horizontes, se levanta el Monumento al Pípila. De cantera rosa y morada, fue inaugurado cuando comenzaba la década de los cuarenta, en el siglo pasado. Estar debajo de él y su gran tamaño de alguna manera contribuye a agrandar la mirada. Así, se alcanzan a ver las cúpulas rojas de la Basílica, la Universidad, el Templo de la Compañía, la Alhóndiga en su serenidad, las minas a lo lejos. Los colores de los edificios se van moviendo como se mece la cañada toda, de arriba a abajo, de la Presa de la Olla al Pueblo de Marfil, un antiguo barrio establecido en el siglo XVIII durante la bonanza y los días de plata. Y se descubre una ciudad zigzagueante, arropada entre cerros, levantándose por encima de túneles y siglos.
LAS MINAS
Al norte de la ciudad y por encima de ella, las minas, esas señoras antiguas cubiertas de metales preciosos que lo originaron todo: haciendas de beneficio, inmigración, prosperidad y un Guanajuato desbordado construyéndose a sí mismo al fondo de la cañada. La primera en aparecer fue la Mina de Rayas. Descubierta a flor de tierra en el siglo XVI por el arriero Juan de Rayas, se levantó a manera de fortaleza pues había que defenderse de las invasiones chichimecas. Puede ser visitada por fuera, desde donde se alcanza a ver su octagonal tiro interminable. Y como lo que parece es castillo, en su elevada posición se mira el Cerro de la Bufa, el horizonte y los días de sol cubriendo la airosa arquitectura deGuanajuato.
Quizá no haya otra mina tan generosa como La Valenciana (Carretera Guanajuato-Dolores), hallada en la misma época que la de Rayas (ambas, al igual que la Mina de Cata, continúan operando). De ella se extrajo durante 250 años casi 30 por ciento de la plata del mundo, por lo que su riqueza fue la riqueza del imperio español. La existencia del Templo de San Cayetano de Valenciana se debe a sus bondades: mandado a construir por Antonio de Obregón y Alcocer para agradecer su encuentro con la veta madre en 1760. Inconcluso y con un convento que nunca fue habitado, el templo es una oda a la abundancia: la fachada sigue los designios del barroco estípite, su puerta es de mezquite, y el púlpito de madera de Narra, tallado a mano y con incrustaciones de palo de rosa y naranjo. Y ahí adentro, en medio de los tres retablos de lámina de oro de 23.5 quilates, se realizan conciertos de música barroca durante las celebraciones del Festival Internacional Cervantino.
A un costado del edificio religioso se encuentra la Bocamina de San Cayetano. En su diminuto museo pueden verse fotos y maquetas de las minas a escala. También estando aquí se tiene la oportunidad de descender varios metros bajo tierra para imaginar cómo era el trabajo realizado en lo oscuro. No muy lejos de La Valenciana aún permanece un pedacito de la Mina de Guadalupe. El muro de cantera aún se sostiene, sin quererlo, por dos enormes contrafuertes. Su suelo fue transformado en un campo de golf de nueve hoyos. Extraño hado el de las minas, que lo mismo saben de plenitud que de decadencia. Habría que acudir al Templo del Señor de Villaseca, el de la Mina de Cata, y consultarle al milagroso Cristo Negro que ahí mora sobre nuestra propia suerte.