Cada 52 años ocurría la sintuosa celebración que marcaba el final de otro ciclo solar, los cuatro portadores del tiempo: caña, pedernal, casa y conejo, habían cumplido su recorrido por treceava ocasión finalizando otra era.
Los mexicas se preparaban para tal evento destruyendo sus vestimentas e incluso las esteras o petates donde dormían; también quebraban los metates y todos los recipientes de sus cocinas en espera de que sobreviniera la destrucción del mundo por quinta ocasión. Todos anhelaban que las ceremonias propiciatorias del encendido del fuego nuevo lograran que el Sol resurgiera por el oriente, iluminando sus corazones con el mensaje de la continuidad de su existencia sobre la Tierra.
Lluvia de Fuego constató que las bodegas estaban casi a tope; todas las formas que constituían la vajilla tradicional del mundo mexica se mostraban ante sus ojos: las grandes ollas para guardar granos; las elegantes jarras con asa y vertedera; las cucharas para servir los alimentos; los platos de paredes delgadas, o aquéllos de curiosa apariencia, trípodes, de formato ovalado y con el fondo a distinto nivel que permitía comer simultáneamente, pero separadas, comidas secas y caldosas.
La identidad de esta cerámica la daba el color de su pasta; desde la fundación de Tenochtitlan se había utilizado esta alfarería de color naranja, decorada con delgadas líneas de color café oscuro, casi negro. Los artesanos más viejos afirmaban que el origen de esta tradición venía de Culhuacán y de Tenayuca, ciudades antecesoras del imperio mexica.
En el patio principal del barrio todo era actividad; las hábiles manos de los alfareros iban modelando la arcilla hasta lograr magníficas ollas de angostos cuellos que servían para transportar el agua. Algunos jóvenes colocaban los recipientes recién hechos debajo de un cobertizo de hojas que pudiesen secarse a la sombra sin resquebrajarse.
El cocimiento de la alfarería se llevaba a cabo en una enorme fogata que funcionaba a manera de horno al aire libre; al avivar constantemente el fuego algunas vasijas se manchaban con el tizne. Antes de hornearse, los molcajetes y los platos se decoraban con diseños geométricos y con imágenes de animales sagrados.