Se dice que buena parte de la historia de la vida en nuestro planeta puede leerse en la biología del desierto. Aunque inhóspito y en apariencia infértil, el desierto esconde innumerables secretos. Sus amplios espacios y sus tonos encendidos le dan un carácter melancólico que para muchos resulta sobrecogedor.
Sus impresionantes cactos sirven a las aves rapaces para acechar a sus víctimas. En la época de floración, estos gigantes del desierto son un fabulosos atractivo para los animales que dependen de su néctar. Durante el día, insectos y aves acuden a ellos en busca de alimento y, por las noches, son el punto de reunión de las aladas criaturas de las tinieblas.
Las amplias planicies permiten observar coyotes, zorras, correcaminos y, con suerte, la imponente presencia del venado bura con su enorme cornamenta.
El desierto permanece silencioso durante sus eternas temporadas de sequía, pero cuendo llueve todas las plantas se precipitan a gozar de su minúscula vida. En unos cuantos días las semillas guardadas por años germinan, crecen y florecen.
El desierto es un medio ambiente en el que plantas y animales han creado hábitos extraordinarios para sobrevivir a las condiciones extremas del lugar. Los animales desarrollan sentidos nocturnos, pieles escamosas para evitar la deshidratación o anatomías nasales capaces de condensar la humedad del ambiente.
Algunos de los desiertos mexicanos tienen una antigüedad de cincuenta millones de años. Hoy, los desiertos dominan el norte del país, en Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila y Zacatecas.