Este tema ha sido motivo de admiración y descripción detallada a partir de la “Primera Carta de Relación” que Hernán Cortés le escribiera al rey de España el 10 de julio de 1519, hasta llegar a voluminosos estudios publicados tanto en México como en el extranjero a lo largo del siglo pasado.
El textil indígena está tejido en telar de cintura y en esas prendas convergen técnica, tradición, simbolismo, cosmovisión y arte, pero por encima de todo es elemento inequívoco de identidad cultural.
También, elaborado artesanalmente, tiene una producción importante del llamado textil “mestizo”, representado en su mayoría por su producción de gabanes, jorongos, sarapes y rebozos que, por lo general, se tejen en telar español, llamado de “pedal” o “bayoneta”.
El nacimiento del arte de tejer fibras blandas en Mesoamérica se pierde en el tiempo. Basta imaginar el que transcurrió para descubrir la mecánica del telar de cintura y el que debió pasar para que los habitantes ya sedentarios hilaran y tejieran el algodón.
El clima que caracteriza a las regiones donde se desarrollaron las altas culturas de nuestro país no ha permitido la conservación de tejidos antiguos, por lo que la arqueología tiene al respecto un vacío considerable; sin embargo, la doctora Beatriz Barba de Piña Chán, al explorar un sitio correspondiente al perido preclásico en el altiplano central, encontró prendas tejidas de algodónque fueron fechadas con una antigüedad aproximada a 1500 a.C.; las culturas indígenas de México llevan tejiendo el algodón desde hace por lo menos 3500 años.
Aprendido el tejido, el hombre inició otra técnica: el teñido; para ello, descubrieron que algunas plantas, animales y minerales les proporcionaban toda la gama de colores necesarios para que sus telas lucieran más hermosas. De una enorme variedad de plantas, que sería imposible enumerar, obtenían la mayoría de colores y sus tonalidades; de un insecto, parásito de algunas variedades del nopal, se consiguió el color grana, cuya producción fue rescatada en el estado de Oaxaca a partir de la década de los años 80; de una variedad de la familia de los caracoles marinos, el color púrpuraque durante los siglos XVI y XVII tuvo una importante demanda europea y del cual, apenas hace pocos años, Japón extrajo de nuestros litorales tal cantidad, que poco faltó para que se declarara extinta a esa especie de moluscos. Por último, del cinabrio, que es un producto mineral, obtenían un color rojo ladrillo empleado mayoritariamente en ritos funerarios.
De los tintes antes mencionados únicamente el cinabrio se dejó de usar a partir de la consolidación del proceso de conquista, todos los demás se siguen usando.
De las antiguas técnicas para tejer telas continúan vigentes la gran mayoría: la gasa, el brocado, el tejido en curva (que no se hace en ninguna otra parte del mundo), el tejido redondo del que únicamente la tejedora Cristina Oviedo, del grupo étnico huave, de San Mateo del Mar, Oaxaca, ha podido elaborarlo y el bordado que decora infinidad de prendas, se siguen practicando como si el tiempo se hubiera detenido en las manos e imaginación de sus creadoras. Hasta hace unos años, el aprendizaje de los secretos del arte de tejer pasaba de madres a hijas como requisito indispensable de su preparación para el matrimonio. Hoy, por desgracia, cada vez menos las jóvenes indígenas visten el atuendo que identifica a su comunidad y que desean aprender y continuar con lo que fuera una tradición secular, por lo que la pérdida irreversible de esas técnicas se avecina a pasos agigantados.
Con el telar de cintura se elaboran huipiles, quechquemitl (prenda que de acuerdo a las “Fuentes Históricas” portaban las diosas y las mujeres nobles), enredos que son lienzos de distintos tamaños usados a guisa de faldas, ceñidores, servilletas de uso común y ceremonial, tapados, bolsas y morrales, y también algunos rebozos, prendas que con esa función y ese nombre ya son descritas por fray Diego Durán, lo que invalida la opinión de quienes aseguran que el rebozo tuvo su origen a partir de la Colonia.
Aún cuando el atuendo masculino está casi perdido en la mayor parte de nuestro país, ocasionalmente tadavía se confeccionan camisas, calzones, tilmas, como las que empleaban los chontales de Oaxaca, que llaman a esa prenda “gavilán”, cotones y fajas.
Cabe destacar que todas las prendas antes mencionadas reciben nombres particulares impuestos por el grupo cultural que los produce, tal es el caso del quechquemitl, que únicamente entre el grupo náhuatl de la sierra norte de Puebla recibe diferentes designaciones: tlamaquechquemitl, tlamapepentle, pintaquechquemitl, cacahuaquechquemitl; siendo el municipio de Cuetzalan la única región del país que designa a esta prenda con el nombre indebido de huipil.
Las blusas en todos los casos fueron prendas que inicialmente impusieron los evangelizadores con el propósito que las mujeres cubrieran sus senos; con el tiempo la sociedad mestiza continuó con esa tendencia hasta lograr que esta prenda se incorporara definitivamente al atuendo femenino. Casi todas las blusas están hechas con manta o popelina y decoradas con bordados: tendido, frincido, pepenado fruncido, punto de cruz y ornamentadas con chaquira, siendo estas últimas particularmente vistosas.
La indumentaria artesanal indígena se puede dividir en dos categorías: la de uso cotidiano y las prendas ceremoniales; algunas de éstas revelan la cosmovisión de la cultura que las teje, como el huipil ceremonial de Magdalenas, Chiapas, de “lectura” incomprensible para ojos ajenos a la población local. Fue descubierta tras ardua investigación efectuada por la antropóloga Martha Turok. Un ejemplo más lo constituye el manto con el que se cubre durante sus ceremonias el brujo de la comunidad otomí de San Pablito, en Puebla; quien observa este lienzo sólo ve en éste un bordado de color negro sumamente fino hecho en punto de cruz, pero esa decoración está llena de símbolos sólo comprensibles a la propia comunidad.
El telar español introducido en la Nueva España apenas pocos años después de consumada la caída de Tenochtitlan fue dedicado en sus inicios a satisfacer la demanda de telas de lana que requerían los peninsulares radicados en sus nuevos dominios, quienes así aprovecharon por vez primera la trasquila de los borregos que hizo traer Hernán Cortés en 1522.
Este telar pronto se difundió en las ciudades más importantes del enorme virreinato prohibiendo su aprendizaje y empleo a la población indígena.
La influencia que trajo la enorme variedad de telas llegadas con el primer arribo del famoso “Galeón de Manila” abrió las puertas a la producción de finísimos rebozos que a diferencia de sus similares indígenas fueron empuntados suntuosamente en ambos extremos, recibiendo estos acabados el nombre de “rapacejo”, que prevalece hasta nuestros días.
Las dos mejores colecciones públicas de rebozos antiguos que se conocen pertenecen al Museo Franz Mayer y al Instituto Nacional Indigenista.
Los dos grandes centros productores de rebozos son Santa María del Río, S.L.P., que los teje en seda y artisela, y Tenancingo, Estado de México, que los hace en algodón; pero merecen una mención especial los rebozos indígenas de la región de Paracho, Michoacán, cuyo “rapacejo” es una reminiscencia del arte plumario.