La avaricia es una enfermedad incurable, la que con los años se va agravando, mezclándose el sufrimiento con la mayor alegría que es morir abrazando su tesoro. Había en Aguascalientes una familia muy conocida por dedicarse a vender pan en el vecindario, eran los Santoyo. Ellos a su vez, heredaron de su padre esta profesión con la que los había mantenido, decorosamente. Los Santoyo eran cuatro hermanos, José el mayor, Cayetana, Petronila y Dionisio.
Ninguno se había casado habiendo permanecido juntos toda la vida. Ya eran muy mayores y sin embargo, trabajaban como hormigas y acumulaban plata, lo que hacían según ellos, para pasar una vejez tranquila. Cuenta la leyenda que estos pintorescos personajes vivían en una casa de su propiedad, en la tercera calle de Hebe número 13. su vivienda consistía en un ancho zaguán, una pieza a la calle sin ventana, otra que hacía escuadra al oriente y una pequeña cocina y luego un horno en donde cocían el pan su especialidad era hacer unas “cemitas de fiambre”, para “los 15 y sus armadas”, que así se decían en aquellos días. Desde muy temprano la casa de los Plata percibía “el sagrado olor de la panadería”.
Los cuatro colaboraban en hacer aquel exquisito panecillo que era un deleite.
Tenían un buen tamaño y solo costaba un “medio” (6 centavos). Para comprar las “cemitas de fiambre”, las personas hacían cola, pero también repartían a domicilio, José era el encargado de llevar todos los días el pan caliente a sus clientes.
Se usaba en aquellos días los medios, reales, pesetas (ésta última eran 2 reales) y los viejitos sólo recibían ésta moneda por el pago de su pan. Así de deslizaba la vida de los Santoyo, los que eran especiales, ellas vestían muy elegantes, con trajes de la época, altas peinetas con incrustaciones de concha y plata, así como collares y aretes de reales y pesetas de plata, las que le gustaba lucir cuando salían de paseo.
En su casa parecían gotas de agua, con vestidos muy limpios, almidonados sus delantales y sus grandes chongos.
Don José, también andaba impecable, camisa blanca, con pechera de alforzas planchada de almidón y el pantalón de charro con botonadura también de peseta de plata, cuando iba a presumir, diariamente usaba el calzón plisado y con una nívea camisa (según la usanza de la época). Los cuatro siempre andaban juntos, lo mismo se les veía en la plaza, que en la iglesia, o sentados en el jardín.
Eran amables, afectuosos con las personas pero no intimidaban con nadie, los Santoyo habían formado su núcleo. Se decía que una vez llegó una persona de improviso y entró hasta la pieza en donde las viejitas estaban contando su dinero, y Cayetana se aventó a la cama cual larga era y gritando decía “váyase, que se vaya, nadie puede entrar a la casa sin avisar, quién dejó la puerta abierta”. Por lo que se les puso “los plata”; ya que tenían mucha plata en su casa y adoraban ese metal.
Gracias al ahorro de la familia habían logrado reunir cerca de 10 mil pesos en plata, dinero que con frecuencia contaban uno por uno de los plata, sintiendo gran satisfacción de tener reunido ese capital. Los días pasaban y los Santoyo seguían acumulando su dinero que lo guardaban en una petaca.
Un día idearon que sería bueno enterrarlo en la pequeña huerta que había atrás de la casa, por sospechar que la gente se había dado cuenta que tenían dinero y por miedo de que se los fueran a robar.
Así lo hicieron, y cerca de un granado cavaron un hoyo y guardaron aquella petaquilla de fierro. Los cuatro hacían tertulia en la huerta, sacaba cada uno su silla y se sentaba alrededor del granado. Platicaban, rezaban o se recontaban las leyendas que les habían platicado sus padres, que a su vez, decían que sus padres se las habían contado.
Los años pasaban inexorables, y cada día los Santoyo eran más ancianitos. Murió Cayetana, la mayor, dejando el encargo a sus hermanos que cuidaran su dinero, que no despilfarraran, recordándoles que “la economía es la base de la riqueza”.
La muerte de Cayetana unió más a los Plata, que seguían trabajando, haciendo el pan que disfrutaban los vecinos del barrio y llevando su misma vida ordenada, rayando en la miseria. Al poco tiempo, José sintió el llamado del Señor y fue a reunirse con su hermana Cayetana, que había fallecido meses antes.
Y no soportando Petronila tan grande dolor, al poco tiempo también murió, dejando sola a su hermana menor. Dionisia Santoyo, no sabía qué hacer, no podía decidir nada, ya que los cuatro lo hacían juntos. Se sintió sola en la vida, por lo que acepto irse a vivir a un lado de la parroquia en la casa su sobrino, un sacerdote muy querido y respetado en el barrio por considerársele como un “santo”.
Poco tiempo estuvo en la casa del señor cura, ya que falleció de tristeza y soledad. La fábula que pasó de generación en generación, fue que después de algún tiempo, la Casa de los Plata, también fue vendida por el sacerdote, las personas que la compraron, contaban que veían todas las tardes sentados alrededor del árbol de granado agrio, a los cuatro viejitos, y que oían sus voces como que platicaban.
Alguien les dijo que seguramente había un entierro… ellos no dijeron nada, pero pronto se les vio progresar, al poco tiempo dejaron el barrio y se fueron a vivir fuera de Aguascalientes, se dijo que a Guadalajara. Lo cierto es que los Santoyo, se sacrificaron toda su vida por hacer un capital, trabajaron sin descanso por gozar de tenerlo, y otros sin merecimiento, disfrutaron del tesoro de “los Plata”.