Con motivo de la próxima tronización de Moctezuma Xocoyotzin, noveno soberano tenochca, la ciudad de México-Tenochtitlan vivían momentos de verdadera agitación, como hacía muchos años no los tenía.
En el recinto sagrado, los jóvenes encargados del cuidado y la limpieza de los templos barrían vigorosamente los pisos con el propósito de dejarlos relucientes para el gran día; asimismo, los sacerdotes supervisaban la decoración de los altares que sustentarían las imágenes sagradas, que talladas en piedra o modeladas en barro o en semillas de amaranto, eran mudos testigos de aquel humano ajetreo.
Fuera del recinto, en las casas, en el mercado y en las plazas públicas, la gente no ocultaba su natural expectación por el pronto inicio de las festividades, aguardando con entusiasmo el retorno triunfal de los ejércitos comandados por el soberano recién electo, los cuales habrían capturado en Tepeaca a cientos de prisioneros que verían el fin de sus días en el marco de las ceremonias oficiales de entronización.
Grande, pues, era la alegría en la ciudad de Huitzilopochtli; atrás habían quedado aquellos tristes días cuando el pueblo mexica lloraba la muerte de su anterior gobernante, el valeroso guerrero Ahuízotl, quien durante dieciséis años había gobernado en Tenochtitlan, dando gran bonanza a su reino y extendiendo sus fronteras hasta la lejana provincia del Xoconosco, de donde comenzó a llegar el preciado cacao que se usaba en los mercados como moneda.
Ahuízotl, “el perro de aguas”, murió en 1502, después de que su cuerpo, extenuado por la edad y mermado por un fuerte golpe que había recibido en la cabeza con un dintel de su propio palacio durante los estragos de la última inundación que azotó a la ciudad, no pudo soportar más.
Luego de su muerte, el cuerpo de Ahuízotl fue objeto de las fiestas fúnebres propias de la alta jerarquía, siendo cremado en uno de los patios de su palacio, junto con valiosos objetos que, a manera de amuletos, le servirían durante su largo viaje por el oscuro reino de los muertos; entre esos objetos destacaban algunos talismanes tallados en huesos de jaguar y, particularmente, una joya de jade que los sacerdotes colocaron en la boca del difunto soberano, poco antes de que su cuerpo fuese consumido por las llamas de la gran hoguera sagrada. Aquellos días luctuosos concluyeron cuando el tlatocan, el supremo consejo integrado por viejos jerarcas y altos miembros de la milicia, eligió de entre varios candidatos al sucesor de Ahuízotl: su sobrino, el virtuoso Moctezuma Xocoyotzin, hijo de Axayácatl, el sexto tlatoani tenochca, que a su vez fuera uno de los nietos de Huehue Moctezuma Ilhuicamina, aquel poderoso gobernante a quien el pueblo mexica tanto admiró por su valor en la guerra y por su sabia manera de gobernar; fue precisamente ese pasado glorioso el que influyó en Axayácatl para nombrar a su hijo de la misma manera: Moctezuma, cuyo significado en lengua mexicana es “señor ceñudo”, es decir, el que en su rostro muestra la firmeza de su recio carácter. Los mexicas, para diferenciarlo del primer Moctezuma, lo llamaron también Xocoyotzin, “el joven”.
Al conocerse la resolución del tlatocan, los emisarios acudieron al templo donde se hallaba Moctezuma para notificarle la decisión tomada. Sin grandes sobresaltos éste aceptó la difícil empresa de dirigir los destinos del imperio mexica, recibió cariñosas muestras de apoyo por parte de sus amigos y familiares, y escuchó muy atento los elocuentes discursos de felicitación de los gobernantes de Texcoco y Tacuba, quienes lo invitaron a consolidar y a superar los grandes logros de sus antecesores, buscando siempre el dominio mexica sobre el universo conocido.
Como acto inicial y propiciatorio de su futuro reinado, Moctezuma reunió a un gran número de hábiles guerreros mexicanos y texcocanos, con los cuales marchó hacia la provincia rebelde de Tepeaca a fin de capturar a un considerable número de guerreros enemigos, los cuales serían sacrificados durante las ceremonias que marcarían el inicio de su reinado.
El retorno triunfal de los ejércitos fue celebrado con gran algarabía por la gente, y permitió a Moctezuma rendir glorificación a Huitzilopochtli durante cuatro días, en lo alto de su templo, hasta que llegó la fecha de la entronización oficial.
Aquella mañana, el sol esplendoroso iluminaba a una radiante Tenochtitlan, en medio de los lagos transparentes. Acudieron a la ceremonia altos mandatarios, viejos sabios y jerarcas militares, e incluso algunos gobernantes extranjeros, como los de Mechoacan y Tlaxcala, quienes confundiéndose entre los miembros de la nobleza mexicana, habían sido invitados para ser testigos de aquel suceso sin precedentes.
Nezahualpilli, el gobernante de Texcoco, y el señor de Tacuba, ayudados por el cihuacóatl de Tenochtitlan, hijo del valeroso Tlacaélel, invistieron a Moctezuma con los atuendos que lo identificaban con los dioses primordiales: Xiuhtecuhtli, Tezcatlipoca y, Huitzilopochtli. Collares de jade rodearon su cuello y pulseras de oro brillaron en sus antebrazos, mientras la elegante tilma azul cubría su cuerpo endurecido por la penitencia y el fragor de las guerras de conquista.
Si embargo, la identidad de supremo soberano se la dieron el ornamento de concha y plumas que portaría en su brazo izquierdo, la nariguera de oro que luciría, mediante una perforación, en el tabique nasal, y muy especialmente el xiuhitzolli, o diadema de oro con incrustaciones de turquesas; todas estas valiosas insignias lo acreditaban como el huey tlatoani de Tenochtitlan y dominador de todas las tierras que bordearan los rayos del sol.
Las ceremonias fueron celebradas con numerosos músicos que tocaron alegremente sus tambores, teponaxtles, flautas y silbatos, acompañando los bailes solemnes que se prolongaron hasta ya avanzada la noche, aunque eran tantas las fogatas encendidas que la gente allí reunida pareció seguir festejando en medio de la luz del día.
Como primera medida de su reinado, Moctezuma hizo del conocimiento de su corte que de ahí en adelante sólo estarían a su servicio aquellos jóvenes que pudieran probar su linaje, eliminando a la gente común que habían trabajado para los anteriores soberanos. Inmediatamente después de Moctezuma inició la reconquista de las poblaciones que habían aprovechado la ocasión para sublevarse, para luego someter a nuevas provincias, a las cuales impuso una pesada tributación; con todo ello logró que su nombre llegara a convertirse, dentro y fuera del imperio, en motivo de temor y respeto.
Éstas fueron las últimas ceremonias de entronización de un tlatoani mexica que contemplaran los habitantes de Tenochtitlan. Moctezuma tomó en serio su papel de imagen viviente del dios Xiuhtecuhtli haciendo extrema la etiqueta que regía la conducta del ceremonial en el palacio; nadie podía mirarlo directamente a los ojos o darle la espalda. Los cronistas europeos mencionan el boato en sus actividades cotidianas y más aún en las de carácter oficial y ritual; por ejemplo, no utilizaba por segunda ocasión los trajes que vestía y los recipientes donde comía.
Este noveno tlatoani en el linaje imperial de México-Tenochtitlan se enfrentaría a su destino en el encuentro que sostuvo con Hernán Cortés y las huestes españolas que lo acompañaban, en un tramo de la calzada de Iztapalapa, en el inicio mismo de la capital azteca; ahí el soberano indígena recibiría amistosamente al capitán ibero, sin sospechar que en poco tiempo moriría de manera vergonzosa en los albores del conflicto armado, que culminaría en 1521 con la destrucción de su amada ciudad.