La imponente estructura del edificio que es considerado al máximo escenario de México se alza a un costado de la Alameda Central, donde su marmórea blancura domina el paisaje. Concebido originalmente por el arquitecto italiano Adamo Boari, cuando el Porfiriato irradiaba como un sol, estaba destinado a convertirse en el teatro Nacional que sustituiría al llamado Santa Anna, demolido para abrir la calle 5 de Mayo, y formaba parte del plan de grandiosas construcciones que poco a poco, junto con sus vecinos, el Palacio Postal y el Palacio de Comunicaciones, iba dando a la ciudad una fisonomía europea, de acuerdo con los gustos de la elite del 1900. Sin embargo, la obra habría de prolongarse por más de 30 años, ya sea por la mala elección del predio, los problemas técnicos de cimentación y, finalmente, por el estallido de la Revolución, que habría de cambiar el proyecto de manera radical.
En 1901 comenzaron los trabajos de demolición y limpieza del predio que hasta entonces ocupaba el convento de Santa Isabel, sin atender a los problemas de estabilidad que su estructura había presentado siempre, ya que la zona era totalmente pantanosa e inadecuada para un edificio de las proporciones y peso que proyectaba Boari. Quizá se trató de un exceso de confianza en la tecnología de cimentación de la época, pero lo cierto es que, desoyendo su experiencia y sus consejos, se desechó la estructura diseñada por el ingeniero calculista mexicano Gonzalo Garita, con el argumento de que era excesiva y elevaba los costos. El arquitecto italiano hizo que la cimentación se encargara a al casa Milliken Brothers de Chicago. La plancha de concreto y acero sobre la que finalmente se hizo la construcción, muy pronto sufrió una aguda inclinación y se hundió hacia el noreste, deformándose. Y conforme la construcción avanzaba y aumentaba el peso, por momentos pareció que el hundimiento sería del todo incontrolable, obligando a los ingenieros a ensayar diversas soluciones, algunas de ellas tan chuscas como rodear la cimentación con cadenas de gruesos eslabones para tratar de impedir que el fango escapara de los cimientos.
El diseño original de Boari para la fachada tiene un sospechoso parecido con el Teatro de la Ópera de Paris, por lo menos en sus proporciones generales, que ni la posterior simplificación de los ornamentos y el retiro de estructuras logró borrar. El Palacio de Bellas Artes es hijo arquitectónico de su tiempo, más aún de los cambios en la moda a lo largo de tres décadas. Originalmente fue concebido en la tendencia del art nouveau, por lo que su herrería exterior es un enjambre de vegetación y los detalles ornamentales en fachadas incluyen mascarones con cabezas de animales como monos, jabalís y serpientes, todo tratado con los lineamientos estéticos de esa corriente. Incluso Boari había pensado construir, al más puro estilo europeo, un jardín interior, de invierno, que ocuparía el área actualmente destinada al Museo Nacional en el primer entrepiso, para usarlo como restaurante y salón de fiestas. Pero en 1916 la violencia, infalción e inseguridad originadas por la Revolución obligaron a suspender en definitiva la obra, que de todas maneras había avanzado hasta entonces con suma lentitud. Boari dejó el país y habrían de pasar 12 años, hasta 1928, para reiniciar los trabajos, que no tomarían un impulso definitivo sino hasta 1930, con el nombramiento del arquitecto Federico Mariscal como encargado de concluirlo, aunque debió esperar dos años más, hasta 1932, por falta de fondos.
Para acometer la tarea de controlar el hundimiento, Mariscal decidió aligerar la estructura demoliendo muchos entrepisos y modificando radicalmente el diseño original de Boari para las cúpulas, la fachada y el hall, además de franquearle el paso al art déco, que tiene en los interiores del Palacio de Bellas Artes uno de sus mejores ejemplos en México.
Esta corriente artística retomó, en el proyecto de Mariscal, diversos elementos prehispánicos que quedaron plasmados tanto en la fachada, con cabezas de caballeros águila y tigre, como en el interior, donde son notables las lámparas y los mascarones metálicos con la efigie estilizada del dios Chac en las alturas del vestíbulo. Todo esto revestido con ónix y mármoles mexicanos de Durango, Nuevo León y Querétaro.
La tarea de aligerar la estructura impidió la concreción de muchos de los diseños ornamentales elaborados por artistas europeos, sobre todo porque su realización implicaba toneladas adicionales para un subsuelo ya sobrecargado. La zona del escenario, precisamente la de mayor hundimiento, albergaba no nada más la pesada maquinaria del escenario, dotado con los mejores adelantos técnicos, sino también las 20 toneladas del telón de concreto recubierto de mosaicos iridiscentes elaborado por la casa Tiffany con la representación de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, sobre los que proyectando un juego de luces, y antes del inicio de las funciones, se simulan cambios de luminisidad entre la salida y la puesta de sol.
Después de 33 años del comienzo de las obras, finalmente el 25 de septiembre de 1934 fue inaugurado el Palacio de Bellas Artes. El edificio reúne, además del trabajo de sus obreros, obras de artistas europeos: Querol, autor de los pegasos; Géza Maróti, diseñador el grupo escultórico que remata la cúpula central, el mural del arco del proscenio y el vitral del plafón de la sala de espectáculos; A. Boni, escultor de las estatuas y relieves de la fachada; Giannetti Fiorenzo, creador de los florones ornamentales, y Leonardo Bistolfi, autor del relieve y esculturas del tímpano, sobre el pórtico del acceso, entre los más conocidos.
En una segunda etapa, las obras de arte que cubren sus muros interiores corrieron a cargo de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Manuel Rodríguez Lozano, Rufino Tamayo y otros, hasta constituir lo que hoy conocemos como Museo del Palacio de Bellas Artes, que es sede de algunas de las exposiciones más importantes.