No hay placer más grande que patear una pelota como abierto vínculo con el futbol. Al menos para millones de habitantes de la Ciudad de México, quienes desde el patio de la casa, el barrio o en los parques, recogen la cosecha de una pasión heredada por generaciones.
Maravilloso ejercicio de lo lúdico, bandera del tiempo libre que en una gambeta, un pase al pie o el gol como un reinvento inagotable de fantasía, enlaza a un tiempo algunas historias personales que de lo cotidiano acceden al renglón de la leyenda en los estadios, y las otras que simple y llanamente cuentan las hazañas nunca transportadas más allá de la memoria vecinal, el amigo de niñez, la novia, el compañero de trabajo o el compadre. Entronizado como el deporte rey en el mundo, el futbol no hace excepción en la Ciudad de México, donde por sobre cualquier otro espacio para actividades físicas, predominan las canchas y las ligas con las famosas oncenas que a puro sudor y amor a la camiseta beben al final de cada partido de la gloria de la anécdota y no pocas veces de espumosas cervezas. Si se quiere formar un equipo o integrarse a alguno, hay ligas para cualquier condición económica: desde los llanos en los suburbios, en las unidades deportivas de las diferentes delegaciones políticas, o con un mayor nivel de juego y costo de inscripción en el abolengo de la liga asturiana, la española o el club Reforma entre otros.
El futbol cinco o futbol rápido es otro buen pretexto para formar equipos en las diferentes ligas. Su práctica y difusión es hoy también un rasgo muy definido en el paisaje de la Ciudad de México. Habrá que pensar eso sí, que este ejercicio es de una gran exigencia física. Si lo convencen para comprarse el uniforme, haga primero buena condición en algún parque.
Correr, que sigue siendo un hábito de pocos no obstante sus beneficios para la salud. Sólo piense en los horarios más favorables, aquellos que escapen a los aires contaminados del siglo XXI. Puede ir por ejemplo a losViveros de Coyoacán o al asomo de la altura en el Parque Pedregal, en el sur, o muy cerca del anuncio lomítrofe con el Estado de México, elNaucalli en el norte, antes de las torres de Satélite. Si se decide por el corazón de la ciudad, la llamada milla en el Bosque de Chapultepec es un buen sitio entre semana, pero nunca sábado y domingo porque tendrá que sortear a vendedores y miles de paseantes. Y si se trata de un parque que se precie como tal asentado en las colonias, juegue primero al explorador, porque el asfalto casi los ha devorado.
Más allá del futbol y sus encantadores brebajes, y aunque la ciudad esté lejos de una amplia cultura deportiva, no hay que descartar otras posibilidades que abrirán un panorama casi insospechado. Desde jugar badminton con el gallito y las raquetas, patinar, andar en bicicleta o entrarle a la reta de basquetbol en el parque, inscribirse en algún club hasta con campo de golf, el boom de pararse ante el espejo y ver crecer el músculo en un gimnasio, o claro, el ventanal abierto de las instalaciones populares donde se juegan la mayoría de los deportes. Pruebe por ejemplo en laCiudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca. Se sorprenderá de todo lo que puede explorar su cuerpo: tenis, volibol, aerobics, hockey sobre pasto, aparatos de gimnasio al aire libre, beisbol, basquetbol, artes marciales y hasta natación.
No hay más que darle paso al ímpetu y oír el llamado del objeto del deseo: se puede hacer de la Ciudad de México una experiencia deportiva repetible.
EL HERVOR DE LA PASIÓN
El aquí y allá que tratándose de la Ciudad de México, el deporte no hace excepción con el resto del mundo como un fenómeno entrañablemente popular: desde el canto del gol que se derrama por las calles al primer pretexto hasta el contraste de los silencios o el desencanto, el alma marchita por una derrota como mala sombra en la hierba futbolera, pero también sobre el cuadrilátero del boxeo o un clavado en la piscina o una carrera en la pista de atletismo o los circuitos de la caminata cuando es tiempo de los Juegos Olímpicos y lo que convidan prensa, radio y televisión, la arcilla del tenis en la Copa Davis o en cualquier terreno, porque lo que duele, duele.
Y la Ciudad de México lo sabe, lo siente, lo disfruta o lo sufre según se mire. Desde el llano con sus polvos y humaredas de batallas como en la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca, uno de los más grandes emblemas del llamado deporte amateur hasta la Columna de la Independencia que en 1910 proyectó el arquitecto Antonio Rivas Mercado en la avenida Reforma, allí donde el concepto de la victoria, el famoso Ángel que se derrumbó el 298 de julio de 1957 en un sismo de 7.5 grados en la escala de Mercalli, es hoy el máximo símbolo de reunión para hacer más fiesta cuando el grito de triunfo rompe los diques del estadio.
¡NOS VAMOS AL MUNDIAL!
Que pareciera que a partir de sus alas rotas en aquel año de 1957. El Ángel se curó de espanto y estuvo dispuesto a compartir no sólo los temas de la vida formal, sino de plano a solidarizarse con el gesto de la emoción en la tribuna, aquellas historias que si algunos califican de ligeras, para otros, millones, valen más que una misa: horas y días de la palabra que apuesta todo a la inspiración que se guarda bajo la camiseta verde de la selección mexicana, el llamado Tri, y los botines con el arabesco secreto, la gambeta que siembra al rival en pastizales secos, el pase multicolor que baja como un arco iris a los pies del compañero, y por último el disparo que hipnotiza al arquero cuajándolo en cemento gris bajo la palizada con redes.
Porque así ocurrió y seguirá ocurriendo. Porque así las briosas multitudes llegaron y se posesionaron de la alba plazoleta de mármol, el entorno de El >ngel cuando en 1993 y de la mano de Miguel Mejía Barón, el Tri ganó su pase al Mundial de Estados Unidos 94 y, además, el subcampeonato en la Copa América en Ecuador, en una final ante Argentina. Y en cada triunfo, una vuelta al Angel, una vuelta con la tabla de multiplicar del orgullo por dos y por tres y por cuatro y hasta que se exprime el gusto entre los claxonazos y las cornetas, la espuma retorcida que parece crema chantillí, los rostros pintados de verde y blanco en una danza tribal que cuando aquel subcampeonato en la Copa América se extendió incluso hasta la casa presidencial, Los Pinos, en un desfile de los futbolistas a capota abierta desde el aeropuerto internacional Benito Juárez.
La Copa América y el Mundial de Estados Unidos, por cierto, los dos últimos torneos de Hugo Sánchez con el Tri. Hugo, el Niño de Oro del futbol mexicano.
LA FIRMA DEL GOL Y SUS PLACERES
Con Hugo fue la deliciosa seducción en cualquier lugar y a cualquier hora. Retrato hablado de un goleador etéreo, entrañable amigo del aire y sus secretos de levitación sobre el soporte de una insaciable sed de triunfo. Desde el primero y hasta el último día, el gol se volvió su vicio y miles de mexicanos lo alentaron en el placer compartido de sus alegrías, orgullos y hasta sus excesos de figura pública, que mirado ante el espejo en el ayer y hoy no cabe nada más que su propio amor. Convicción, enfebrecidos entrenamientos y talento, crecieron como ramas en un cuerpo que sería el último en un concurso de fitness, pero el primero como jugador de futbol por su reacción, sagacidad y técnica, pero sobre todo en el arte de lo impredecible, que dentro del área rival, el campo minado donde sólo sobreviven los mejores, Hugo construyó un imperio desde amateur como campeón con la selección que ganó el Torneo Mundial Juvenil de Cannes, en 1975; ese mismo año la medalla de oro en los Juegos Panamericanos en la Ciudad de México, y en 1976 participó en los Juegos Olímpicos de Montreal.
Hugo nació en la colonia Jardín Balbuena, colindante con el aeropuerto, allí donde quizás aprendió a volar mirando los aviones que de ida y vuelta lo hacían vibrar con sus piruetas. Él lo haría en el área y firmaría sus goles con maromas que le dieron la vuelta al mundo con la ansiedad de la tecnología mediática.
Primero con sus amados Pumas, luego el Atlético de Madrid y más tarde el Real Madrid en la cima de su carrera. Cinco títulos de goleo de España (uno con los colchoneros y cuatro con los merengues), una Copa del Rey con el Atlético de Madrid, cinco campeonatos de liga, dos veces la Copa del Rey, dos Supercopas con el Real Madrid y el Botín de Oro como el mejor goleador de Europa 1989/90 son parte del respaldo de tan excepcional historia que incluye también tres Mundiales: Argentina 78, México 86 y Estados Unidos 94, Hugo jugó además en España para el Rayo Vallecano y en Estados Unidos con el Dallas Burn; aquí en México con el América, Atlante y por último el Celaya, cuando en 1997 Hugo dio la vuelta olímpica en el adiós al más grande icono del futbol mexicano, goleador histórico en el balompié mundial.
MÁS DE LO QUE SE VE Y SE SIENTE
Aunque en la Ciudad de México se han efectuado juegos regionales como Centroamericanos y Panamericanos, además del punto y aparte de los juegos Olímpicos en 1968 con la calidez inigualable de los anfitriones, nada se parece al amor por el futbol, que hace romería, carnaval, reventón, la aproximación más cercana a una fiesta surrealista que encuentra justificación en las proezas de los colores tatuados en la piel del hincha, formidables clásicos como América-Guadalajara en el estadio Azteca o las visitas recíprocas entre América y Cruz Azul o América y Pumas en los estadios Azteca, Azul y en el Olímpico Universitario, retratan la pasión de miles en una toma a corazón abierto y acaso hasta respiración de boca a boca cuando se juega la liguilla, que es la fase final de los torneos nacionales.
Pero más aún cuando se trata del equipo nacional. Desde los Mundiales de 1970 y 1986, hasta las más recientes eliminatorias de las Copas del Mundo, el pase que se obtiene y luego la emoción de cada partido, han hecho de las avenidas de los Insurgentes y Reforma sobre todo, el espacio predilecto del sentimiento popular. Igual en bares y cantinas, restaurantes y pantallas gigantes que coloca el gobierno de la ciudad. Los monumentos y las calles, testigos de piedra que, diríase, trasladan primero los ecos del bailongo, y al día siguiente dan cuenta de las ojeras colectivas del desvelo, la afonía, mientras la policía rinde el parte definitivo de los desmanes que tampoco nunca faltan en el registro de las grandes ciudades.
Como ésta, cercana ya a los 20 millones de habitantes, que ha vibrado también al embrujo de sus ídolos en el boxeo y el frenético intercambio de golpes de un deportes de sobrevivencia para los de abajo, los de menos recursos económicos y limitado acceso a la educación; un deporte de traslados y escapes emocionales que en el teatro de la vida atrapa a la multitud en la intensidad de un acto de fascinación por la violencia y la idea del orgullo sustentado en la reducción del otro, más todavía cuando se encuentran dos púgiles de diferentes nacionalidades.
Un ejemplo aún reciente es el del sonorense Julio César Chávez, amado héroe del encordado que con portentosas facultades, resistencia, técnica y poder de puños dominó a sus rivales con la altivez de una águila a cielo abierto, Julio César logró tres trinfos mundiales en las categorías superpluma, ligero y superligero, y fue invencible en 91 peleas profesionales, desde los albores de los años 80, hasta que el 29 de enero de 1994 y para sorpresa del mundo, el estadounidense Frankie Randall lo envió a la lona en el decimoprimer asalto para ganarle una decisión en doce en el hotel MGM de Las Vegas. Años y récords abrazaron a Chávez, el llamado César del boxeo, como uno de los mejores, quizás el más grande entre los mexicanos en la historia de este rudo oficio: 36 combates de título mundial, más de 100 victorias, casi 11 años como campeón mundial invicto.
Y mientras Julio César ganaba y ganaba, sobre todo en Las Vegas, aquí millones de mexicanos se enteraban de sus proezas desde la primera fila de la televisión, aunque no de manera gratuita porque como una paradoja a su condición de deporte masivo, los empresarios del boxeo descubrieron una vera nueva y por supuesto enriquecedora hasta la fecha: el Pago por Evento que, sin embargo, aficionados y trasnochadores aceptaron pronto como un jubilioso pretexto para llenar bares y cantinas que contratan el servicio. Otros, en zonas populares, lo hacen en sus casas y les cobran una cuota a sus vecinos, y en días de gran expectación las funciones se transmiten también en cines, teatros y arenas de boxeo como la Coliseo o la México. De modo que la adrenalina se puede mezclar con un trago o una cerveza en el centro de la ciudad en un recorrido que puede comenzar del Eje Lázaro Cárdenas hacia el Zócalo, aventurarse en una vecindad en la Lagunilla o en Tepito o la imagen contrastante de la Zona Rosa en la colonia Juárez, para desahogar luego la victoria en el referente habitual de El Angel en otro coctel de sudores, olores y sombrerudos como aquella noche del 12 de septiembre de 1992 cuando Julio César Chávez le dio una paliza al puertorriqueño Héctor el Macho Camacho, y luego, a su regreso a la Ciudad de México, desfiló también con los brazos en alto hasta Los Pinos.
Fue tal la popularidad y la veneración por el ídolo que a la manera de un clásico de futbol y más, el 20 de febrero de 1992 el estadio Azteca registró una entrada de 135 mil 132 espectadores para presenciar una función que coronó Julio César Chávez con un nocaut en cinco rounds ante el estadounidense Greg Haugen. La extensión del cupo se debió a la sillería que se colocó en el campo, como ocurrió también casi en la prehistoria del boxeo mexicano, cuando el 26 de septiembre de 1954, la Plaza de Toros México contabilizó un récord de asistencia con 49 mil 574 aficionados y una taquilla de 581 mil 574 pesos en la pelea en la que Raúl Ratón Macías conquistó el campeonato gallo de Norteamérica al derrotar por decisión en doce al estadounidense Nate Brooks.
LO QUE ES, LO QUE SE VE
La Comisión Nacional del Deporte (Conade), la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme) y el Comité Olímpico Mexicano (COM) son en esta materia los regidores del destino de más de 90 millones de mexicanos que paradójicamente a su potencial físico, habilidades y destrezas, parecieran sin embargo navegar a contracorriente, apostando la inversión del tiempo libre al hábito del placer sedentario, la condición de espectador. Ver y no practicar sigue siendo el tono muscular que se ejercita y fortalece con el estímulo de los medios de comunicación colectiva por encima de la obligada promoción de quienes dirigen las instituciones deportivas. El rezago, tareas y cuentas pendientes, ha sido tiempo sin medida desempeñado por el abismo de la demagogia oficialista. La maravilla de la estética y la experimentación corporal, el mundo sensorial forma especialistas en el control de la televisión, campeones en la sintonización de la radio y extraordinarios buscadores de talentos en las secciones deportivas de los diarios, pero esa llama de la pasión que está allí, manifiesta siempre como reacción inequívoca de la veneración por otros, tendría que propagarse como una cultura de vida y de salud que hasta hoy está lejos de la comprobación de una directriz nacional.