Con su tierra plana y las sombras de los mezquites por paisaje, los españoles encontraron en el sitio que a los otomíes pertenecía otro lugar digno para establecerse. La llamaron Zalaya, en vasco. Pronto llegó de España su reconocimiento como ciudad, en 1658. Teniendo el río Laja de aliado, los campos vieron crecer sin dificultad la agricultura y la ganadería. Sorgo, maíz, alfalfa, los cereales se fueron acumulando y con ellos el comercio. Y el destino de Celaya quedó unido al corredor industrial de Guanajuato, del que sería su entrada. Ahora sus fábricas y procesos van más aprisa, pero el conocimiento de sus mejores obras artesanales, como la cajeta, no se ha perdido.
Celaya comienza y termina con su plateada Torre Hidráulica. Inaugurada en 1910 para conmemorar el centenario de la Independencia, su futuro estaría marcado por el valor que a las imágenes damos: se convirtió en el símbolo de la ciudad. Es grande, mide 35 metros de altura y es capaz de almacenar casi un millón de metros cúbicos. Hecha de acero, con la tecnología que los alemanes dominaban entonces, sin soldaduras, a base de remaches, su condición no es solo semiótica sino práctica: sigue abasteciendo de agua a la población del centro. Pero ese trabajo es invisible, a los ojos será siempre solo una estructura inquietante. Primero desconcierta, y cuando ya se tiene por cosa acostumbrada, deslumbra.
Enfrente, compartiendo el mismo escenario aunque pertenezca a otro tiempo y a un orden distinto, se halla el Templo y ex Convento de San Francisco. Su construcción inició en 1573, pero en el siglo XIX fue modificado por Francisco Eduardo Tresguerras, el célebre arquitecto deCelaya. La fachada plateresca, la torre y la cúpula, así como los altares barrocos en el interior son creación suya. Este es el hogar de la Purísima Concepción, la patrona de la ciudad. Hubo un tiempo, el de la Revolución, en que el conjunto religioso fue utilizado por Álvaro Obregón como cuartel general. Pero los franciscanos lograron recuperarla. A ellos pertenece también el Templo de la Tercera Orden, al otro lado de la Bola de Agua. La mano de Tresguerras era aquí necesaria, y además de las remodelaciones que efectuó dejó una de sus pinturas con el martirio de San Judas Tadeo representado.
A un costado del Templo de San Francisco está la Catedral. En realidad ocupa el espacio de una antigua capilla anexa al templo. Entre ambos edificios se encuentra el Mausoleo de Tresguerras, la idea de él, porque aunque ahí hayan quedado sus restos, su presencia es una constante en la ciudad. Basta con voltear la mirada y los ojos tropiezan con la Columna de la Independencia, otra de sus obras. La esculpió antes de la lucha armada, la quiso neoclásica. Sostenía un busto de Carlos V y lucía airosa al centro de la Plaza de Armas. Terminada la guerra, el artista cambió el busto por un águila con una serpiente. Vendrían los festejos del centenario y la columna fue trasladada al espacio que hoy ocupa en el Jardín Perfecto Aranda. El águila se había quebrado porque era de cantera, y tuvo que ser reemplazada por otra de hierro. Y se le mira en lo alto, atenta, de alas abiertas, como si le hubieran asignado la misión de vigilarlo todo a su alrededor: la Catedral, el Templo de San Francisco, la Bola de Agua.
A unas cuadras de distancia aparece la obra maestra de Tresguerras, el Templo del Carmen. Se incendió el antiguo edificio del siglo XVIII, así que los primeros años después de 1800 sorprendieron al arquitecto enfrascado en una nueva empresa: reconstruir el perdido templo carmelita. Esta vez sería neoclásico. La fachada se detiene por un momento sobre columnas dóricas, jónicas y corintias, pero luego se lanza al cielo en una sola torre, lejana, casi impenetrable, pero absolutamente hermosa. Dentro, atrapan la atmósfera blanca y los detalles dorados. Hay un órgano alemán y la Virgen del Carmen lleva un vestido bordado en hilo de oro. Y en la capilla del Juicio Final están los murales que Tresguerras pintó para darle forma al imaginario que del fin del mundo tenía, incluyendo su propia figura con la lápida levantada. Afuera, frente al templo, un monumento de 1951 rinde homenaje al artista que hizo Celaya.
El pasaje Corregidora conduce desde el Templo del Carmen hasta la Plaza de Armas. Sus edificios ya no son los que eran, la mayoría han sido restaurados. Es como si se hubieran empeñado en un juego de apariencias: se modifica su aspecto, cambian sus actividades, se ausentan. Está el Cine Colonial, que solía ser el Teatro El Cisne y ahora es una tienda de ropa. Todavía a principios del siglo XX existía el Mesón de Guadalupe, donde se hospedaba Miguel Hidalgo cuando estaba de visita. Y lo mismo sucede con los monumentos. En el lugar que ocupó la Columna de la Independencia ahora está el quiosco creado en 1906 por el ingeniero Brunel. A su alrededor se cierran los árboles apretados, dan la impresión de no querer que nadie los mueva, y se mantienen así, unidos.
En una esquina de la plaza, en la antigua Casa de Cabildo, puede encontrarse la Presidencia Municipal, y en su interior ocho murales de Octavio Ocampo. Su técnica es la superposición de imágenes, encimar escenas y momentos para contarnos todo lo que a México importa al mismo tiempo: Hidalgo y la conspiración de Querétaro; Guerrero e Iturbide en el Abrazo de Acatempan; Madero urdiendo el Plan de San Luis; Carranza y el Constitucionalismo y las locomotoras; Obregón con su brazo ya perdido. El edificio también atesora el escudo de armas de la ciudad, hecho de cartón, pues la cartonería forma parte del alma artesanal deCelaya.
Muchas eran las haciendas que durante la Colonia se dedicaron a la cría de ganado caprino. Y fueron las cabras y su leche, las que hicieron posible que Celaya consagrara sus días a producir cajeta. Surgieron las fábricas, la experiencia. Al principio se usaban cajetes de madera para contener el dulce de leche, y ese fue el nombre con que habrían de conocerse. Después aparecieron los frascos de vidrio, pero lo que no cambió fue la forma en que se elabora.
La leche de cabra se vierte necesariamente en un cazo de cobre, hierve a 110° C, se agrega azúcar y la mezcla se mueve durante cuatro horas con una pala de madera. Además de la cajeta natural, la hay envinada, quemada o con sabor vainilla. Y como las cosas no están nunca solas, con la cajeta y la leche de cabra también se confeccionan jamoncillos, chiclosos, obleas, quesos de almendra o rollos de guayaba rellenos.
El proceso de elaboración de la cajeta, su sabor y los dulces que existen alrededor de ella pueden descubrirse en algunas de las fábricas de la ciudad que también son tiendas. Ahí están, Cajetas la Reyna, La Vencedora y La Tradicional de Salgado.