Suelo de Guanajuato, tierra fértil que lo mismo hace que crezcan en abundancia frambuesas, espárragos y vides, también plantíos llenos de agave, así como una rica gama de platillos tradicionales y de vanguardia. Tome nota y alístese para saborearlos.
Los días en Guanajuato saben a gorditas de maíz quebrado, a barbacoa enchilada de chivo y de borrego; también a cabrito a las brasas, menudo, carnitas y pozole, y a veces tienen el gusto a un potaje de verduras con xoconostle al que llaman “gallo”, complementado con pollo, pescado o chicharrón. No faltan las enchiladas, ilustradas o mineras, ni las tostadas de cueritos, tampoco las pocholas (bisteces de carne molida).
Las celebraciones incluyen fiambre, un plato de carnes frías y verduras aderezadas, y la Semana Santa es el pretexto para encontrar capirotada en los platos, ese postre de pan enmielado que nadie desprecia.
En muchas partes se bebe colonche, un licor de tuna cardona, y las tazas bien conocen el atole de puzcua, hecho con maíz tostado, canela y azúcar.
Al norte del estado, el paisaje casi siempre resuelve lo que en las ollas termina. Allá arriba abundan los guisados con piñones y xoconostle, pero sobre todo con nopales que se hacen en caldillos, revueltos con huevo, en moles y hasta en dulce. Un condimento recurrente es el chilhuaje, una raíz de hace siglos. Se consumen los quiotes que florecen en los magueyes, la fruta del garambullo y las flores de sábila. Comunes son los atoles de miel de agave y de pirul. La biznaga va a parar, junto con otros ingredientes, dentro de un bolillo bañado en salsa al que en San José Iturbide nombran “guajolota”. Y en Santa Catarina la gente come tantarrias, pequeños gusanos de árbol de mezquite que luego de curarse en cal, se asan y se aderezan con sal y limón.
El centro del estado está inundado de platillos. Si se visita la capital durante el Festival de la Presa de la Olla, se conocen las gorditas de garbanzo, los tamales de nata y de ceniza, y el rabo de zorra (un caldo de res que lleva cebolla, jitomate, cilantro y xoconostle). Pero eso sí, cualquier día en la ciudad es bueno para saborear las enchiladas mineras o comer trompadas y charamuscas. En León esperan las guacamayas (bolillos rellenos de chicharrón y bañados en salsa) y la cebadina, una burbujeante bebida de cebada, jamaica y tamarindo a la que se agrega bicarbonato de sodio.
Además de las nieves, en Dolores Hidalgo hay que degustar sus gorditas de migajas y el chile de chorro (parecido al poblano) relleno de picadillo de res o queso fresco. De Salamanca es la sopa de mariscos y en Apaseo El Grande saben de las pencas de nopal rellenas con chicharrón, camarones o carne deshebrada. El atole de hoja y el atole de tostadas se acostumbran en Atotonilco. Las gorditas del barrio de Tierras Negras en Celaya son legendarias. Y cuando el tiempo lo permite, en Comonfort se hacen tortitas de flores de garambullo, además de nopalitos al pastor y tamalón de acelgas.
Entre El Bajío y los Valles Abajeños las manos de las cocineras tienen su propia forma de hacer gorditas: rellenan de chilaquiles el chile de guisar; no son ajenas a los huevos en salsa de nata y cocinan vitualla, un caldo con jamón, carne de puerco, chorizo o tocino y garbanzo. El pulque es cosa de todos los días en Coroneo, y además de los curados, con él se prepara gallina empulcada o salsa borracha para la barbacoa de borrego. El caldo de pescado estilo Yuriria lleva ejotes y chayotes. En Uriangato se cristalizan las frutas. Y famosas son las largas de Salvatierra: tortillas de maíz, gruesas, desmedidas, que se rellenan con los guisos que a la imaginación se antojan. En Tarandacuao se cultiva el cacahuate, por eso las panochas (gorditas de cacahuate tostado con piloncillo derretido). Grandes e inigualables son los panes de Acámbaro, sus habitantes aprendieron a hornearlos con los franciscanos y ahora dan a la masa las formas que antes trabajaban en el barro.
La riqueza de las tradiciones está en vivirlas, en conocerlas para honrarlas o transformarlas. Justo eso hacen algunos cocineros: entablar diálogos nuevos con los ingredientes, sucitar en ellos sabores distintos. Numerosos son los restaurantes, sobre todo que en la ciudad de Guanajuato y San Miguel de Allende, que se valen de las técnicas que a la vanguardia culinaria corresponden para hacer hablar de otra forma a la gastronomía del estado. Y ahí están, para ser escuchados, platillos como la crema de dos pimientos, el dorado en costra de cinco chiles, los tacos de machaca de venado, el pato con miel de mezquite o el lomo relleno de ate con salsa de mole.
A 15 kilómetros al noroeste de Dolores Hidalgo aparece la Bodega Vega-Manchón, de la casa Cuna de Tierra (km 13.5 carretera Dolores Hidalgo-San Luis de la Paz; celular: 045 415 113 4280; $950 pesos por persona;www.cunadetierra.com.mx). El suelo de esta zona conocía bien la forma de las vides y los olivos, pues hubo un tiempo, el del cura Miguel Hidalgo, en que crecían alentados por sus cuidados y los habitantes del pueblo de Dolores. Vendrían la Independencia y el abandono, pero la tierra no iba a olvidarlos. Hoy crecen de nuevo, gracias al interés de Juan Manchón, Ricardo Vega y Ramón Vélez por hacer vinos. Y los suyos son de uvas que maduran sin prisa, que se alimentan de raíces profundas y se transforman en sabores de acidez crispante.
Comenzaron hace veinte años y ya en 2009 eran elegidos por El Palacio de Hierro para etiquetar el vino que habría de conmemorar nuestros doscientos años de libertad, Cuna de Tierra Bicentenario. Pero no es el único, ahí están para desafiar el gusto que sigue a los labios: Cuna de Tierra, Cuna de Tierra Pago de Vega, Torre de Tierra, Tierra de Ángeles, Ocho Reales y Clos La Mar. Entrar a su mundo supone encontrarse con una bodega boutique siempre atenta a cada detalle, en busca del equilibrio al mezclar variantes y permitiendo que el tiempo haga lo suyo en barricas de roble francés, americano y húngaro.
Sus viñedos son recorridos por los invitados a bordo de una carreta de los años cincuenta. Y así se atraviesan las parcelas donde crecen frambuesas, espárragos y alcachofas, y se llega a una torre de tepetate diseñada por el arquitecto Ignacio Urquiza. Ahí, en medio de las uvas y el deambular de las nubes por encima de ellas, suceden las catas, los maridajes. La mesa se llena con los productos que ellos mismos cultivan, como las langostas, o con aquellos que provienen de comunidades cercanas. Y entre el pan artesanal y el queso mascarpone, la tarde se va volviendo completa, sabe a cabernet sauvignon y cabernet franc, a merlot y un poco de syrah.
Rumbo a Querétaro, a ocho kilómetros de San Miguel de Allende, se extienden los viñedos de Bodega Dos Búhos, el espacio de experimentación de una entusiasta pareja de viticultores: ella, artista; él, agrónomo. Elaborado con levaduras naturales, su vino es producto del interés que profesan por la tierra y su trabajo, pero de una manera sustentable. Hace seis años apenas empezaban, usaban el barro y el vidrio para hacer fermentaciones como si de un pequeño laboratorio se tratara. Ahora cuentan con tanques de acero inoxidable, solo que siguen creyendo que el del vino es un proceso creativo, y hay que escuchar lo que las uvas tienen que decirnos. No importa si se tratara de tempranillo, cabernet sauvignon, chardonnay, garnacha o moscato giallo, cada cepa habrá de regalarle algo al paladar si se le ayuda.
El resultado de sus tres hectáreas de cultivo va a parar a una peculiar cava de vinificación. En ella las barricas de roble francés conviven con los viejos moldes de un tren convertidos en piezas de arte. Así, mientras las paredes y los postes que sostienen la construcción sirven de galería, el vino se transforma en la mejor versión de sí mismo detrás de la madera que lo detiene. Es posible conocer las instalaciones o asistir al curso básico de enología, impartido sábados y domingos si se hace una cita previa (km 6, carretera Querétaro-San Miguel de Allende; celular 044 55 2563 6871; sábado y domingo de 10 a 16 horas; $750 pesos por personas;www.vinami.mx).
No muy lejos de Bodega Dos Búhos se encuentra otro sitio donde los viñedos crecen, solo que aquí lo hacen entre seres fantásticos. Una avenida de árboles con rostros de duendes recibe al visitante, y si la mirada se echa a andar más lejos se descubren hasta entre las hierbas. Se trata del Rancho Toyan (km 8.5 carretera San Miguel de Allende-Querétaro; Teléfono: 01415 152 7400; lunes a viernes de 0 a 15 horas), el lugar que da cabida a las cosas con que Martha Molina sueña, y donde el anólogo Juan José Gómez practica la alquimia del vino. Todo aquí es orgánico: desde las uvas que crecen sin pesticidas hasta la levadura utilizada para fermentarlas. Y el resultado es un chardonnay al que nombraron Lux de lux, y una mezcla de cabernet sauvignon y merlot llamada Mar D Nxus.
Pero quizá nada impresione tanto como lo que ocurre veinte metros bajo tierra, debajo de los ciruelos y las peras. Dos grandes puertas se abren y la oscuridad sale a golpe de ellas, dentro espera una larga rampa vigilada por monjes esculpidos en piedra. La temperatura desciende junto con los pies, y solo al final se entiende que la cava es una cueva, que las barricas descansan en sus estructuras de tierra y madera, y que el vino que aquí se produce tiene ese encanto de lo primigenio, de lo secreto.
Al sur, con el Cerro de San Miguel acompañando sus días, se despliegan los campos de agave de Pénjamo. Para degustar el tequila que aquí se produce primero hay que conocer a su gente, caminar a su centro. Probar el atole de cajeta y el pan de agua en el Mercado Hidalgo, o los famosos “changuitos” (tacos de hígado de puerco) que también ahí venden; andar entre los puestos de hierbas a la salida de la Iglesia de San Francisco de Asís, y sentarse por un momento entre los truenos y las araucarias del simétrico Jardín Principal. Y solo después de saber a qué sabe la garbanza hervida o asada que aquí tanto se come, se puede comenzar con el Circuito del Tequila, en el camino que va de Pénjamo hacia Cuerámaro.
En la Destiladora Tres Joyas se aprende el proceso artesanal con el que Francisco Mendoza, Benjamín Magaña y Manuel López elaboran la codiciada bebida espirituosa. Un horno hecho de leña y piedras volcánicas calienta las piñas de agave que luego cortan a mano. Después una mula se encarga de hacer girar la tahona que las tritura hasta volverlas casi miel. La fermentación se lleva a cabo en ollas de acero inoxidable y utilizan, para destilar, alambiques de cobre. Las barricas de roble blanco terminan el proceso, aunque este se acaba hasta que la gente comparte una botella de añejo, blanco o reposado.
Si en la Destiladora Tres Joyas se descubre el procedimiento al que se someten los agaves, en el Rancho El Coyote se miran estos, con sus azuladas puntas mirando al cielo. Se trata de un sitio a medio trayecto de la comunidad de Corralejo, con el paisaje custodiado por la montaña del Lagarto Dormido. Aquí un jimador muestra, machete en mano, cómo es que debe cortarse las pencas para separarlas de la piña. Y Ricardo Hernández, uno de los dueños del rancho, ofrece una cata de sus etiquetas: Tequila Bacabes y Orgullo de Pénjamo, un rico añejo acaramelado.
Situada en el casco de una vieja hacienda agrícola y ganadera del siglo XVIII, se encuentra la Tequilera Corralejo (Ex Hacienda Corralejo, Pénjamo; Teléfono: 01469 696 4104; lunes a viernes de 8 a 17 horas, sábado y domingo de 9 a 16 horas; entrada gratuita;www.tequilacorralejo.com.mx). La historia de la finca como productora de tequila comenzó en 1996, y ese tiempo le ha bastado a su alargada botella azul para hacerse de un nombre en el mercado. Pero la hacienda ha visto días más largos, cuando don Cristóbal Hidalgo y Costilla la administraba, o cuando su hijo, Miguel Hidalgo, jugaba aquí antes de que fuera sacerdote o terminara organizando al ejército insurgente.
Amplio, distendido, el espacio está lleno de movimiento pero también de recuerdos. Así que lo mismo se dedica a cocer piñas en cinco grandes hornos, deja que el polvo se acumule sobre las barricas de roble americanoen las bodegas, o permite a los visitantes andar entre fotografías, pinturas, un piano de siglos, y una desordenada colección de más de tres mil botellas de tequila de distintas marcas. El tren de carga todavía se escucha pasar a un lado, el sol recorre las grecas y los vitrales azules de la hacienda, y la gente se mira animada luego de haber degustado los añejos, como el Gran Corralejo o el 99,000 horas. Para dejar que este último madure, se construyó un espacio especial, el Salón del Tiempo, en el Bodegón de la Dolce Vita (km 40, carretera Irapuato-La Piedad). Se trata de un asombroso edificio de cúpulas y ladrillos elaborados por los artesanos de Pénjamo, y también forma parte del Circuito del Tequila.
Todo lo que hay que saber sobre el suelo de Pénjamo y sus agaves, la manera en que estos han de convertirse en buen tequila, son cosas que se conocen platicando con Javier Arroyo, el hombre detrás de Tequila Real de Pénjamo (km 5, carretera Pénjamo-La Piedad; Teléfono: 01469 692 2450; lunes a viernes de 9 a 15 horas; admisión $100 pesos;www.tequilarealdepenjamo.com.mx). Su fábrica queda en el camino a la zona arqueológica Plazuelas, a pie de carretera. Detenerse ahí es como entrar a otro tiempo, lento, de colores. Porque dilatado es el proceso de degustación que espera al paladar: desde los tequilas blancos y reposados, al mundo ámbar de los añejos y los extra añejos, hasta terminar con la crema de tequila.
Solo después de saborear el contenido se admiran con sinceridad las botellas que lo abrazan. Algunas están hechas con cerámica de alta temperatura, otras llevan etiquetas repujadas; para ambas cosas existen talleres en esta tequilera. Y se descubre a las artesanas penjamenses ejecutando su magia con los envases, mientras el suave efecto del tequila probado hace lo propio con quien las observa.