Garra de Jaguar había celebrado las ceremonias propiciatorias del juego: había puesto en un plato la pelota, el protector de cadera y los guantes, y había orado frente a los dioses, suplicando que le fueran favorables en el encuentro del siguiente día. Terminada la oración, había encendido incienso ante los implementos y colocado ofrendas de comida y bebida. Al alba del nuevo día, elegido para la inauguración de la cancha por sus buenos augurios, el gobernante se purificó en el baño de vapor, comió alimentos sacralizados de la ofrenda, se colocó su ex, o taparrabo, y sobre él se ató muy bien los paños de piel de jaguar que le cubrían las caderas, así como las rodilleras y los guantes, también de piel. En seguida salió al campo de juego para llevar a cabo el enfrentamiento con su hermano, el señor Rana Humeante, que en ese entonces gobernaba a la ciudad de Uaxactún. Sólo jugarían ellos dos, ya que se trataba de un “mano a mano” para completar la consagración del nuevo campo de juego y para concluir su iniciación como chamanes, su transformación en seres sagrados, esto asemejaba a aquellos héroes ancestrales, Hunahpú e Ixbalanqué, quienes después de vencer en el juego de pelota a los dioses de la muerte, se convirtieron en el Sol y la Luna de la actual era del cosmos. Los gobernantes de Tikal y Uaxactún jugarían periódicamente con el fin de influir mágicamente en el ciclo del Sol, astro con el que se identificaban como soles o centros vitales del mundo social, para que el universo persistiera y mantuviera su orden.
La multitud se hallaba sobre las plataformas laterales de la cancha y guardaba un silencio respetuoso por la sacralidad del rito, aunque la destreza de los jugadores-gobernantes los envolvía en la pasión de la competencia. El juego culminó con el triunfo de Rana Humeante por tres tantos a dos.
Después del juego ritual se decapitó a un esclavo para ofrecer su sangre al dios Sol, Kinich Ahau.
Desde el periodo Clásico, el juego de pelota fue uno de los ritos de los gobernantes mayas y uno de los principales en toda el área mesoamericana, e incluso fuera de ella. Jugar a la pelota era un acto de magia simpática para propiciar el movimiento de los astros en el cielo y la lucha de los contrarios cósmicos que hacía posible la existencia del universo. Sobre la cancha, que simbolizaba el cielo, el movimiento de la pelota recreaba las fuerzas contrarias en pugna y a la vez en armonía: Sol y Luna, día y noche, cielo e inframundo, vida y muerte.
Por el sentido de lucha de contrarios, lo que se corrobora en los relieves de jugadores con atributos guerreros que adornan el gran campo de juego de Chichén Itzá.
El sacrificio por decapitación estuvo asociado al juego de pelota por la semejanza formal entre la cabeza, la pelota y los astros. Los cráneos de los decapitados, ensartados en un palo, eran colocados en plataformas que los nahuas llamaron tzompantli.
Para el periodo Posclásico el juego de pelota se había convertido también en una actividad profana. Había jugadores profesionales que eran protegidos por los gobernantes e incluso se corrían grandes apuestas. Se conservaba la tradición de que los mandatarios jugaran como parte de sus obligaciones rituales. El Testamento de los Xpantzay, escrito por los cakchiqueles en la época colonial, nos dice que el rey Atunal aconsejó a sus hermanos: “Hermanos míos, no os dé cuidado, que cuando yo muera entraréis a gobernar. Jugad a la pelota pequeña y a la pelota entre muros entre vosotros”.