La historia de una familia que sobrevive hoy a la sobreexplotación pesquera, tiene sus inicios en la época en que gran parte del territorio nacional se debatía en la encarnecida lucha de la Revolución mexicana. En cierto momento del 1916, en la lejana y remota ciudad de La Paz, situada en la entonces casi desconocida península de Baja California, un joven llamado Juan Cuevas Ramírez, de escasos 15 años de edad, decide hacerse a la mar y buscar una isla solitaria donde vivir al estilo de Robinson Crusoe.
Después de haber navegando a remo y vela, explorando diferentes sitios en las costas e islas de esta zona del Mar de Cortés, cercana a La Paz, Juan Cuevas elige, finalmente, un pequeño islote. Lo nombraría El Pardito por el color parduzco de su tierra, aunque en las cartas náuticas aparece bajo el nombre de Coyote. Ahí tiene la oportunidad de ser uno de los últimos buceadores de perlas, ya que en ese entonces las conchas de madreperla comenzarían a escasear. Al poco tiempo seguramente pensó que estar solo no era bueno, y en sus constantes viajes a la costa, donde se abastecía de víveres a cambio del producto de su pesca, conoce a Paula Díaz. Se enamora de ella y la convence de acompañarlo a su apartado rincón secreto.
De esta forma se inicia la historia de El Pardito, una pequeña isla o islote de aproximadamente una hectárea de extensión, situado a unos 150 kilómetros al noreste de La Paz, entre las islas San Francisco y San José.
En el proceso de adaptación, la pareja comienza a procrear una familia numerosa. Si bien los hijos que tuvieron nacieron en La Paz, todos fueron criados en el islote, en medio de una comunidad familiar que se organizaba poco a poco para sobrevivir de su principal y única fuente de ingresos: la pesca.
Con una población permanente de 50 habitantes, en El Pardito viven hoy sólo unas 26 personas debido a que la producción pesquera empezó a disminuir, hecho que provocó la migración de algunos de ellos en busca de mejores formas de subsistencia. El Pardito ha sido mudo testigo de la llegada de los primeros hijos de Juan y Paula, y también de los primeros nietos y hasta de los 5 bisnietos, completando así cuatro generaciones ligadas íntimamente al mar.
Don Juan Cuevas Ramírez murió a los 75 años de edad pero le sobrevivieron 9 de sus hijos. De la numerosa progenie, 4 continúan asentados en la isla: Juan, el mayor, con 13 hijos; Eduardo con 11; Pepe con 4 y Manuel, que aún se mantiene soltero. Muchos de esta segunda y tercera generación decidieron tomar rumbos distintos, pero el cambio de vida no les ha impedido que visiten la isla con la frecuencia que impone el cariño a la familia y a este cachito de tierra.
La infraestructura económica de los Cuevas se forjó, en parte, en aquellos contactos comerciales que les permitieron comprar pangas, redes, diversos materiales de construcción y, en general, todo lo necesario para satisfacer al menos las necesidades más elementales. El sistema de energía solar a través de celdas fue uno de sus grandes logros, así como la radio, que los mantiene en contacto con tierra firme para cualquier emergencia. La pequeña escuela que construyeron para los niños, adorna sus paredes con orcas y delfines, ha sido una gran ayuda para la preparación de los más pequeños, antes de enviarlos a otras instituciones educativas de La Paz o de poblaciones cercanas. Asimismo, cada cierto tiempo algún maestro acude desde tierra firme para hacer su labor docente. Una pequeña capilla corona el islote y le da un peculiar encanto que, según algunos, la hace semejante a la remota isla de Santorini, en el Mar Egeo.
Los habitantes de El Pardito celebraron lo que sin duda fue uno de los mejores premios a su esfuerzo: la terminación de su planta desaladora que funciona con energía solar lograda gracias a un programa de Solidaridad, y que les produce 200 litros de agua diariamente. Pero en esta historia también interviene la preocupación por el futuro. A pesar de su trabajo y dedicación durante tantos años, los Cuevas comienzan a sentir la presencia amenazante del fantasma de la escasez. La sobreexplotación por el incremento de pescadores en el área, más las técnicas ilegales utilizadas por muchos (como la pesca nocturna de buzos furtivos que, con aire generado por compresores y conducido por mangueras, se sumergen armados con pistolas de ligas y arpones para depredar todo lo que se mueve), hacen peligrar el ya frágil equilibrio ecológico del área. Esta práctica, como lo confirma el jefe de Administración de Pesquerías en el estado, José Hernández, está prohibida, además de que los permisos en esa zona son muy limitados. Sin embargo, como los propios integrantes de la familia Cuevas lo aseguran, estas actividades ilícitas siguen practicándose, ocasionando una merma considerable en la producción a la que estaban acostumbrados.
Pero los Cuevas, a pesar de estas adversidades, no se han dado por vencidos. Aún mantienen la confianza de que las autoridades intervengan pronto, para detener el aparentemente irreversible desastre. Están convencidos de que a base de un esfuerzo conjunto la recuperación del Mar de Cortés aún es posible, a pesar de su deteriorada salud. Si bien la situación está llegando a los límites del descuido, la conciencia ecológica en el mundo es cada vez mayor y esa es, quizá, la llama que mantiene encendida en los Cuevas la esperanza en un futuro mejor. Sigamos su ejemplo en pro del restablecimiento de la zona. En definitiva, el Mar de Cortés es patrimonio de todos los mexicanos.
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