Este imponente conjunto destaca, en primer lugar, por sus enormes dimensiones. Iniciado a finales del siglo XVI conserva el carácter de fortificación militar propio de la arquitectura religiosa de esa centuria; de ello era consciente el último obispo español de Oaxaca, Antonio Bergosa, cuando se acuarteló ahí para resistir el avance de las tropas de José María Morelos durante la guerra de Independencia. El religioso inglés Thomas Gage, uno de los cronistas más valiosos del periodo colonial, pudo ver en la década de 1620 la conclusión de la obra, anotando que el grueso de sus muros permitía que por ellos circulase una carreta tirada por bueyes, y destacó el enorme poder económico de los dominicos de Oaxaca. Ya en nuestros días, un agudo observador, el autor anglo-estadounidense Oliver Sacks, al recoger en un diario recientemente publicado sus impresiones de viaje por Oaxaca en el año 2000, menciona algo semejante: “Es un templo enorme, deslumbrante… sin un centímetro que no esté dorado. Esta iglesia produce
cierta sensación de poder y riqueza, los del ocupante”. A continuación se interroga, como hombre moderno, por el otro lado de la moneda: “Me pregunto qué cantidad de todo ese oro fue obtenida en las minas por esclavos”. Se detiene Sacks, por último, en la que es quizá la obra de arte colonial más peculiar de todo Oaxaca: el célebre árbol genealógico policromado, esculpido en estuco en la parte inferior de la bóveda que sostiene el coro de esta iglesia. Dice Sacks: “En el techo está pintado un gigantesco árbol dorado, de cuyas ramas penden nobles tanto de la corte como eclesiásticos: la Iglesia y el Estado mezclados, como un solo poder”.
El interior del templo es de una sola nave, de casi setenta metros de largo, con capillas laterales a ambos lados, y tiene anexa una capilla, la del Rosario. El retablo dorado de esta última y el de la nave principal son de apariencia colonial, pero fueron ejecutados a mediados del siglo xx siguiendo las ideas de restauración propuestas por el francés Viollet-le-Duc en el siglo xix. En cuanto al ex convento, lo más sobresaliente es el museo alojado ahí, que atesora las grandes obras de las culturas zapoteca y mixteca de Oaxaca. Sorprende principalmente el valioso hallazgo realizado por Alfonso Caso en 1932 en la Tumba 7 de la ciudad arqueológica conocida hoy como Monte Albán (anteriormente Teutlitepec), que consiste en un imponente conjunto de piezas de oro primorosamente trabajadas, así como ornamentos de cristal de roca y alabastro finamente tallados y delicados relieves de hueso labrado, además de cuentas de jade y turquesa. Notable es el acervo del museo en esculturas de barro, como la del Escriba
de Cuilapan, de carácter naturalista, y de manera muy especial las urnas y braseros antropomorfos (a veces profusamente ornamentados), todo ello sin olvidar la cerámica policromada.
El ex convento, aunque ya del siglo XVII, parece ser de una época anterior por sus soluciones arcaizantes, como se puede ver en los corredores del patio, de reminiscencias medievales, que son quizá lo más imponente de la antigua residencia de los frailes, además de que conservan casi íntegro su aspecto original. Notable es también la escalera que comunica los dos niveles del claustro.
El resto del edificio fue intervenido en la década de los años noventa siguiendo las ideas del mencionado arquitecto Leduc, dentro de lo que se pensó era el estilo colonial más adecuado para reponer las partes faltantes del edificio. No puede dejar de mencionarse, para concluir, el gran espacio abierto que antecede al conjunto –convento y templo– de Santo Domingo, y que hoy se conserva prácticamente vacío.