Imaginar la vida en Chapultepec lleva implícito el goce de su vegetación, de sus sigilosos prados y veredas arboladas y el asombro por sus dimensiones y la revisión de una historia que naciera en tiempos prehispánicos y que al paso de los siglos agolpó un abultado testimonial de toda suerte, que si algo tiene de común es mostrar que ese espacio ha servido al poder, al descanso y a la productividad, pues por ahí había haciendas y molinos, sobre todo entre el “cerro del chapulín” y los actuales rumbos de Tacubaya y Santa Fe, cuyos márgenes se abrían o estrechaban con la viveza de sus dueños.
Los Molinos del Rey o del Salvador eran ejemplo de ello. Los terrenos donde se encontraban representaron una zona medular en la estructura y funcionamiento de la capital novohispana y después del naciente México. Sobre sus linderos se conformaba, día a día, una historia con afanes de poder.
En 1851, después de siglos de heredades y cuando la presidencia del general Mariano Arista, parte de aquellas “agrestes lomas, los volcanes gigantes, la vista de los lagos apacibles y el bosque augusto de ahuehuetes”, como refiriera del Molino del Rey el escritor Guillermo Prieto, es vendida al general José María Rincón Gallardo. Al poco tiempo, éste las divide aún más y negocia su venta con diversos particulares, entre ellos el doctor Pablo Martínez del Río.
Nacido en 1809, don Pablo había llegado a México junto con su padre. Se desarrolló como médico y a la par del ejercicio de su profesión, participó en negocios con los que aumentó su fortuna, adquiriendo también extensos terrenos en el norte del país que se sumaron a su porción de los molinos del Rey, a la cual llamó “La Hormiga”, nombre que hacía referencia a que era la más pequeña de sus propiedades, la cual con los años rodeó con cedros y en donde instaló un estanque y erigió la Casa Grande.
Hacia 1855 el doctor extendió su fracción de los molinos del Salvador cuando aportó fondos para la construcción de un puente conocido como “la Barranquilla”, en las inmediaciones de Tacubaya, a cambio de más terreno colindante con su rancho.


Don Pablo Martínez convivió muy de cerca con Maximiliano de Habsburgo, que se estableció en el país en la década de 1860, al punto de cederles su propiedad. Resulta que Gregorio, hermano del doctor, argumentando que éste le concedió poderes jurídicos sobre sus bienes, negoció la finca de la Hormiga hacia 1865 con las autoridades imperiales, mientras el médico se encontraba fuera del país, ya que un año antes don Pablo Martínez había sido nombrado enviado extraordinario ante Turquía y Grecia por Maximiliano.
La efímera estancia imperial que culminó con el fusilamiento del monarca de origen austriaco sorprendió al doctor en Italia. Su propiedad quedó en manos del erario nacional, hasta que en 1872 los Martínez del Río compraron otra vez el predio y don Pablo regresó al país. Aunque el tterreno ya no estaba directamente ligado al poder, si mantenía su cualidad de punto estratégico dentro de la jurisdicción capitalina.
Cuando murió don Pablo Martínez en 1882 la propiedad la Hormiga fue motivo de disputas entre sus descendientes. Desde entonces y hasta el Porfiriato fueron años cruciales para hacerse del terreno al amparo de las instalaciones judiciales, tal cual ocurría con las fracciones de los otrora molinos del Rey, los que, por mencionar un poco, eran materia de arrebatos, engaños y ocupaciones ilícitas o ficticias.
En 1916 cuando Nicolás Martínez del Río tenía la potestad del lugar tras cesión de su cuñada Bárbara Kinent, quien lo había poseído desde 1911. Entonces, en enero de 1917, don Nicolás y familiares llegaron al inmueble, encontrandose con que las fuerzas militares lo habían ocupado. Se cuenta que permanecieron arrestados unas horas y después se les entregó un oficio, firmado por el general Emilio Salinas, el día 22 de enero.

