Situado en el Gran Bajío, Irapuato, el “cerro que emerge de las llanuras”, recibió su nombre de los tarascos, cuando su imperio abarcaba paisajes distintos. Era el comienzo de los eternas sembradíos, porque aquí la tierra es demasiado fértil. Llegaron los españoles y las haciendas agrícolas. El tiempo se ajustó al ritmo de las cosechas y al comercio con la ciudad de Guanajuato, a la que se abastecía sin pausa. A los campos de maíz y trigo, de garbanzo, a los solares de los barrios indígenas cubiertos de hortalizas, se fueron sumando las industrias. Las manos de la gente de Irapuato no descansan, construyen.
Irapuato se circunscribe al pie del Cerro de Arandas, con el río Silao concentrado en mover agua muy cerca y el río Guanajuato al sur. Fue fundado en 1547, y para el momento en que ya podía llamarse ciudad, en 1893, sus hábitos industriales estaban más que formados. Unos años atrás se realizó la Primera Exposición Agrícola, Industrial y Artesanal, donde se mostraron tejidos de algodón y lana, rebozos tramados de seda, así como las piezas que la herrería y carpintería eran capaces de crear. Y antes de que terminara el siglo XIX, la prosperidad era cosa bien conocida. Había llegado el ferrocarril, abrió la fábrica de jabones La Constancia, se construían carruajes y maquinarias, se fundía hierro.
Cervezas, zapatos y sombreros formaban parte de la producción que vio llegar un siglo nuevo. Con la Revolución los hombres partieron, al norte, a buscarse la vida y la suerte diferentes en Estados Unidos. Fueron las mujeres quienes se enfrentaron a los campos de fresas, la confección de ropa, los cigarros. Ya no pararían las empresas, pues no tenían cómo: la misma geografía céntrica de Irapuato habría de impulsarlas. Todo es grande e internacional ahora: compañías automotrices, desarrollos agroalimentarios, centros de investigación científica. No sorprende que al paisaje urbano se haya sumado un recinto como Inforum Irapuato, pensado para dar cabida a congresos, convenciones, ferias y seminarios, necesidades de un mundo que Irapuato se hizo a base de trabajo.
LOS CAMPOS DE FRESAS
El cultivo de fresas comenzó en las huertas del barrio de Santa Julia. Era 1852 y don Nicolás Tejada había traído 24 plantas de Francia. Un par de décadas después, el botánico alemán Oscar Droegue constataría que la tierra y el clima de Irapuato son propicios para el crecimiento de todo tipo de flores y hortalizas. Y a los plantíos de fresas se sumaron los nardos. Pero fueron sobre todo los racimos de la fruta roja los que se dieron aquí en abundancia, tanto que terminarían por otorgar identidad a la región. Para celebrar su presencia, la prodigalidad con que cubren suelos e integran platillos, cada marzo se lleva a cabo la Feria de las fresas. Bailes, juegos mecánicos, corridas de toros, peleas de gallo y la reina de la ciudad siendo coronada forman parte del festejo.
Pero la fresa no solo es fiesta. La existencia de su planta es delicada: si el suelo está contaminado, no da frutos; si el agua con que se riega es demasiado salina, sus raíces se llenan de sodio y no absorben nutrientes. Cuando crece lo hace entre febrero y mayo, pero las fresas no podrían exportarse si su tiempo solo fuera el de ese ciclo. Así que se construyen túneles, como los del Rancho La Quina, para cuidarlas de manera intensiva. Solo así quedan afuera el calor y el frío, y se arrastran sus hojas uniformes sobre la tierra. Es posible conocer este u otros ranchos, dejar que la mirada se pierda entre las fresas alineadas o ver la forma como los recolectores se acercan a ellas para arrancarlas. Si se interesa contacte a la OCV de Irapuato donde le ofrecerán una amplia información de cómo visitar esos deliciosos y perfumados campos.
RECORRIENDO EL CENTRO
Donde antes hubo un huerto ahora se encuentra la Plaza de los Fundadores. Era el espacio de frutas y flores que perteneció al Templo de Nuestra Señora de la Soledad y al antiguo Colegio de la Enseñanza. Los dos edificios hacen aquí esquina con sus flancos y miran de reojo, como inquietos, el acontecer de la plaza. Ahí todo se mueve pero con pausa, el ir y venir de las sombras, los faroles inclinados, la Fuente de los Caracoles al centro, el mural a manera de escultura que cuenta la historia de la ciudad y la cúpula blanca del templo alzándose por encima de piedras y nubes. La iglesia se sabe importante y tiene motivos para hacerlo: está ahí desde el siglo XVIII y su interior resguarda la imagen de la Virgen de la Soledad, la patrona de Irapuato.
Enfrente de la plaza, cruzando la avenida Revolución, hay otro pequeño universo vibrando alrededor del Templo del Hospitalito. Se trata del más antiguo de la ciudad, construido en 1550 como la capilla anexa a un Hospital de Indios que ya no se ve más. Su existencia formó parte de la utópica labor de Vasco de Quiroga, por eso la escultura del sacerdote acompaña a la iglesia. Remodelada en el siglo XVIII, su portada ha sido barroca desde entonces. Dentro espera a los fieles el Cristo de la Humildad o la Misericordia, elaborado con pasta de caña de maíz.
A un costado del Templo del Hospitalito se encuentra el Mural de los Orígenes, la narración que con piedras de colores y azulejos hizo Salvador Almaraz del encuentro entre indígenas y españoles. Elocuente y soleado, el mural muestra de un lado a los indios de las culturas pame, tarasca y chupícuaro, llevan con ellos una planta de maíz y una coa. Al otro extremo, los conquistadores van con la cruz y la espada desenvainada. El centro pertenece al rostro de tres mujeres hablando del mestizaje con su yuxtaposición.
La avenida Revolución conduce hasta un espacio trazado en el siglo XIX, el Jardín Hidalgo. Donde los laureles de la India giran adormecidos y las bancas esperan; mientras, el quiosco y la torre de reloj se elevan como queriendo alcanzar lo mejor de sí mismos. Este es el sitio también del Templo de la Tercera Orden y el de San Francisco. Los dos son del siglo XVIII, conocieron el barroco pero en épocas distintas. Casi gemelos, tienen cada uno su torre de dos pisos, su cúpula al cielo, y la fachada blanca con la cantera tallada abrazando, emocionada, las puertas. Y aunque el segundo tuvo un claustro detrás de él que ya no existe, ambos parecen tener la consigna de apaciguar las tardes con su presencia.
El jardín también es el lado de acceso a la Presidencia Municipal. Entrar significa cruzar al pasado, cuando el edificio era todavía el Colegio de la Enseñanza. Aquí venían a estudiar, entre las religiosas de la Orden de la Compañía de MAría, las niñas que supieron cómo fue el año de 1800. Hoy quedan la atmósfera neoclásica, el enorme patio y su arquería. Y sobre las escaleras de piedra otra obra de Salvador Almaraz, el Mural de las Revoluciones. Retorcidas, convulsas, las imágenes gritan o susurran, pero no aceptan el silencio. El artista les otorgó el poder de la palabra y con ella cuentan la Conquista, el sincretismo religioso que de ella devino, la Independencia, la Reforma, la Revolución, el país.
Un par de cuadras después, caminando por la calle Juárez, se llega a la Plazuela Hidalgo. Este es el lugar de la Catedral de la Inmaculada Concepción. Ya era parroquia en el siglo XVII y desde entonces tenía ese aire afable. A su lado saltan los chorros, llenos de colores cuando oscurece, de la Fuente de Aguas Danzarinas. El Templo de San José y el Mercado Hidalgo encontraron también hogar en esta plaza. Y antes de abandonarla se descubre la Fuente de los Delfines, regalo de Maximiliano de Hasburgo al estado. Existe otra, idéntica, sobre la Plaza del Baratillo en la ciudad de Guanajuato.