La Sierra Norte del estado de Puebla pareciera un venero inagotable de sorpresas de toda índole; antropólogos, biólogos, geólogos y espeleólogos, entre otros, amplían casi constantemente sus conocimientos sobre esta interesante región, y en ocasiones un nuevo hallazgo, una observación más detallada de aquello que nos era familiar nos descubre horizontes diferentes, y en consecuencia obliga a replantearnos lo que hasta entonces teníamos como válido.
La falta de carreteras que caracterizaba a la sierra se ha venido minimizando de manera importante en los últimos años, lo que ha contribuido para que hoy contemos con infinidad de nuevos datos que enriquecen el panorama regional: sitios otrora prácticamente inaccesibles se encuentran en la actualidad, por así decirlo, a tiro de ballesta.
Hace años era frecuente que informantes locales nos platicaran de la existencia de sitios arqueológicos, de grutas o de cascadas que eran descritas de tal manera que se obligaba planear el viaje para conocerles, y en pocas oportunidades, cuando ya emprendíamos la travesía los ríos estaban crecidos, o las brechas se habían bloqueado por derrumbes, o los accesos de los lugares referidos se encontraban francamente interrumpidos, y así debíamos esperar largas temporadas para conocer aquello que tanto se nos había ponderado. Debo confesar que los lugares que entonces conocimos en esas circunstancias nunca nos defraudaron, antes bien, los informes al respecto generalmente se quedaban cortos frente a la espectacular realidad.
Los estudios arqueológicos sobre la región se han enfocado en el centro ceremonial de Yohualichan, localizado en el municipio de Cuetzalan; su similitud arquitectónica con la famosa urbe de El Tajín despertó poderosamente el interés de los especialistas desde la década de los años treinta, y por tal motivo se le ha prestado atención oficial importante, con los espléndidos resultados que ahora disfrutamos.
Sin embargo, no han corrido con la misma suerte otros vestigios arqueológicos de la sierra norte que se han venido destruyendo paulatinamente, ante la indiferencia de las autoridades responsables de su preservación. Tal es el caso de Tochimilco, que fue destruido para edificar con la piedra de las construcciones prehispánicas una capilla, una pequeña escuela y una vivienda, o el de los vestigios asentados en una loma contigua a Zacapoaxtla, desaparecidos en la actualidad. Idéntica suerte corrieron las ruinas de la ciudad prehispánica de Cuetzalan, arrasadas para construir una colonia destinada, al parecer, al magisterio.
En 1982 un grupo de espeleólogos extranjeros dedicó una larga temporada de campo a estudiar el sistema de grutas y cavernas de la región; supimos entonces que las del municipio de Cuetzalan ocupaban el tercer lugar de la República, con sus 21 kilómetros cuadrádos de extensión, y que en sus profundidades se habían descubierto tarántulas, escarabajos y escorpiones que hasta entonces eran desconocidos en el mundo. Durante aquellas exploraciones encontraron dentro de la gruta de Huayateno, aproximadamente a 15 km al suroeste de Cuetzalan, una importante ofrenda arqueológica formada por máscaras de piedra, cuentas de collar y placas y pendientes de jade, así como vasijas de barro, cuentas de piedra caliza y un caracol, usado en su momento como trompeta. Por desgracia la honestidad de dichos especialistas quedó en entredicho cuando los arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia rescataron lo que aquéllos habían “olvidado”, y que es de suponerse fue todo lo que no les llamó la atención. No obstante, lo que dejaron permitió inferir la importancia de los materiales que alguna vez fueron depositados como ofrenda en la cueva, y confirmar que aquella parte de la sierra había sido antes de la conquista un importante corredor comercial que unía la costa del golfo con el altiplano.
Llegar hoy en día a San Antonio Rayón, a diferencia de hace 10 años, es realmente sencillo, y hasta esa población no se tiene problemas (éstos se presentarán a partir de ese punto, conforme se avanza por el camino que pronto conducirá a la ciudad de Papantla, Veracruz).
No tenemos espacio para describir en detalle todo lo que ahí existe y lo que se puede ver a lo largo de aquellas dos horas de dura caminata: árboles gigantescos (particularmente uno que supera con facilidad los 30 metros de altura), orquídeas por todas partes en cantidades sorprendentes, cactáceas tropicales y, finalmente, el impresionante abrigo rocoso lleno de relieves, contiguo a la boca de una cueva ferozmente resguardada por un gigantesco panal de bajeas africanas.
El lugar, llamado la Cueva del Tigre, es atípico en el más amplio sentido, ya que el abrigo rocoso está formado por enormes lajas, al parecer basálticas, que aparentan por su formación un gigantesco biombo. Hay infinidad de figuras grabadas en las lajas que no corresponden ni a un mismo estilo iconográfico ni al parecer a una misma cultura: figuras antropomorfas muy sencillas contrastan con la representación de un guerrero que porta su escudo y tiene la cabeza cubierta con un gorro cónico, típico de la cultura huasteca; contigua a esta figura, un esqueleto humano lleva atado con una correa a su perro, que también es un esqueleto. En otra de las lajas está la representación de una figura zoomorfa semejante a una enorme lagartija, y a su lado, casi oculta, una pequeña rana extraordinariamente bien definida.
En el extremo opuesto llama la atención el trazo de una pirámide rematada con una cruz, combinación muy parecida a las pinturas de este tipo de edificios que se ven en los códices prehispánicos.
Lamentablemente, existe también un conjunto de iniciales en caracteres latinos que indica la presencia reciente de alguien que pudo ocupar el lugar a guisa de resguardo, lo que por desgracia podría repetirse y causar un daño severo a la iconografía ahí conservada. ¿Qué tan antigua puede ser ésta? Eso sólo lo podremos saber cuando los especialistas del INAH hayan efectuado los estudios correspondientes.