Nakuk Sojom supo al despertarse que era víctima de un mal echado, y además de un castigo de los dioses por haber fallado en el ritual; había tenido vómitos y diarrea, ardía en fiebre y su cabeza daba vueltas por el intenso dolor, además había tenído extraños sueños en los que un inmenso jaguar con ojos como brasas perseguía a un venado, lo alcanzaba y lo mataba.
Nakuk Sojom supo al despertarse que ese venado era su “otro yo”, el animal en el que habitaba la parte de su espíritu llamada wayjel, y que el gran jaguar era el compañero animal del uaiaghon o chamán maligno que le había echado el mal. Ver en sueños a su compañero animal perseguido le indicó que había sido expulsado del corral de la montaña sagrada por los dioses ancestrales.
Dos días antes Nakuk Sojom había acudido al curandero, quien después de tomarle el pulso le dio a beber una infusión de hierbas, pero el mal se había venido agravando, y ese día cruzó por su mente que no sólo había sufrido la pérdida de su wayjel, sino que tal vez el uaiaghon había decidido “cortar su hora”, es decir quitarle la vida tras una lenta agonía. Entonces llamó al h’ilol, “el que ve”, para que salvara a su wayjel de la muerte, que acarrearía la de su propio cuerpo. El h’ilol, era el hombre santo, el médico del espíritu, que además de convertirse a voluntad en un animal podía trasmutarse en un cometa, y el único capaz de curar la pérdida del espíritu y el mal echado, porque él mismo podía causar esas enfermedades.
El h’ilol, con su túnica negra y su bastón bajo el brazo izquierdo, llegó a la casa de Nakuk Sojom un rato después, y de inmediato lo interrogó acerca de sus sueños, que él podía interpretar gracias a su “visión”, y que revelaban lo que el chulel o espíritu había experimentado al desprenderse del cuerpo del enfermo mientras dormía. Después de escuchar el sueño del jaguar y el venado, el h’ilol supo que el wayjel de Nakuk Sojom andaba perdido y desprotegido en el bosque, a merced del uaighon trasmutado en jaguar.
Le tomó el pulso cuidadosamente y el latir de las venas le indicó incluso quién era el chamán causante del daño: un conocido anciano, a quien un enemigo de Nakuk Sojom había encargado echarle el mal para vengarse de una antigua afrenta.
El h’ilol habló con los familiares de Nakuk Sojom y todos se dispusieron a preparar la ceremonia curativa. Consiguieron un guajolote negro macho, agua de los manantiales sagrados, no tocada por mano humana, flores, agujas de pino y distintas hierbas, así como aguardiente. Prepararon también posol y tamales para el h’ilol. Mientras tanto, el chamán construía un corral alrededor de la cama del enfermo, que representaba los corrales de la montaña sagrada donde los dioses guardaban y protegían a los compañeros animales de los seres humanos.
En seguida se encendió el copal, se presentaron las ofrendas, se bañó al enfermo en el agua sagrada con las hiervas curativas, se le puso ropa limpia y se le acostó en la cama-corral. El chamán le dio a beber una infusión y le untó una pomada negruzca en el vientre, sobando en círculos hacia el lado izquierdo, luego le hizo una limpia con un manojo de hierbas, encendió su tabaco y empezó a beber el aguardiente en pequeños sorbos, mientras pronunciaba las largas oraciones que inclinarían a los dioses a recuperar al animal compañero de Nakuk Sojom y guardarlo de nuevo en el corral de la montaña sagrada. Al terminar las oraciones, hizo el “llamado del alma” de Nakuk Sojom, incitándola a regresar: “Ven Nakuk, pide perdón a los dioses, regresa de donde estabas solo, de donde estabas asustado y perdido”, al tiempo que sacaba sangre del cuello del guajolote negro, que representaba al propio Nakuk, y daba a beber unas gotas al enfermo.
Luego de que hubieron comido el chamán, el paciente y los ayudantes, y de haber encomendado a las mujeres y a los ancianos el cuidado del enfermo, el h’ilol, acompañado del resto de la familia, se dirigió a los altares de la montaña sagrada para realizar las ceremonias pertinentes y dejar ahí al guajolote negro, a cambio del alma de Nakuk Sojom. A los dos días, el paciente pudo levantarse: había recuperado el control de su wayjel, las fuerzas malignas habían sido vencidas, los dioses lo habían perdonado.
Siglos antes de la ceremonia de curación de Nakuk Sojom, los grandes chamanes eran los propios gobernantes, quienes aprendían, a adivinar, a curar y a comunicarse con los dioses, realizando después diversos ritos iniciáticos. El momento culminante de una iniciación consistía en ser tragados por una serpiente u otro animal poderoso para luego renacer convertidos en chamanes, hombres con poderes sobrenaturales. Los chamanes, mediante el trance estático o externamiento del alma, propiciado por la ingestión de hongos y plantas psicoactivas, así como la meditación, el ayuno, la abstinencia sexual y la extracción de su propia sangre, lograban entrar en contacto con los dioses, transformarse en animales, realizar viajes al cielo y al inframundo, encontrar personas y cosas perdidas, adivinar la causa de las enfermedades, descubrir a los delincuentes y a los malvados, y controlar fuerzas naturales como el granizo.
Todo ello los convertía en los intermediarios entre los dioses y los hombres.
En el Popol Vuh de los quichés se describe así a los gobernantes-chamanes:
“Grandes señores y hombres prodigiosos eran los reyes portentosos Gucumatz y Cotuhá, y los reyes portentosos Quicab y Cavizimah. Ellos sabían si se haría la guerra y todo era claro ante sus ojos. Pero no sólo de esta manera era grande la condición de los señores; grandes eran también sus ayunos, y esto era en pago de haber sido creados y en pago de su reino, ayunaban y hacían sacrificios, y así mostraban su condición de Señores”. Y de los patriarcas de las tribus quichés se decía: “Entonces, la gente mágica, Nawal Winak, proyectó su venida. Su mirada llegaba lojos, al cielo y a la tierra, no había nada que se igualara con lo que ellos vieron bajo el cielo. Eran los grandes, los sabios, los jefes de todas las parcialidades de Tecpán”.
A la llegada de los españoles, los chamanes se replegaron en la clandestinidad, pero siguieron siendo los hombres sabios y portentosos del pueblo, siguieron practicando su oficio de curanderos y adivinos, y continúan haciéndolo hasta el día de hoy.