En procesión, con Hunac Ceel y los sacerdotes principales a la cabeza, todos se dirigieron al montículo del lado sur del pueblo, prendieron incienso frente a la imagen de la deidad y arrojaron 49 granos de maíz a un brasero. En seguida degollaron a un guajolote y lo ofrecieron al dios. Hecho esto, pusieron en un mástil la imagen de Kanuuayayab, que llevaba a cuestas al dios de la lluvia, y lo condujeron entre cantos y bailes a la casa de Huna Ceel, donde ya estaba preparada la bebida ritual, hecha con 415 granos de maíz tostado. Colocadas las imágenes de los dos dioses una frente a la otra les presentaron ofrendas de comida y bebida, que luego ingirieron los participantes, así como un corazón de maíz y otro de pepitas de calabaza dedicados a Kanuuyayab; algunos se sangraron las orejas y untaron su sangre en una piedra del mismo dios. Después llevaron la imagen de Bolón Dz’acab al templo y la otra a su montículo en el sur del poblado.
Como acto final de la fiesta de Año Nuevo fabricaron una imagen del dios supremo, Itzamná Kauil, en su aspecto de proveedor del maíz; la colocaron en el templo, le ofrecieron bolas de resina y sacrificaron, sacándole el corazón, a un perro, en sustitución de un ser humano. Las ancianas del pueblo, vestidas especialmente para la ocasión, ejecutaron un baile en honor de la deidad, que les daría suficiente comida durante ese año.
El ritual, del que son claro ejemplo las fiestas del Año Nuevo, fue la base de la vida comunitaria maya, y estuvo en manos de un complejo grupo de sacerdotes que pasaban por ritos iniciáticos y un largo proceso de aprendizaje para poder fungir como intermediarios entre los dioses y los hombres. Hubo muchos tipos de ritos, desde las grandes celebraciones comunitarias hasta las ceremonias familiares privadas.
Los diferentes dioses del panteón maya son representaciones simbólicas de seres sobrenaturales, concebidos como entidades etéreas. Estas energías divinas encarnaban en astros y fuerzas naturales, como el fuego y la lluvia; en algunos árboles como la ceiba; en ciertas plantas, como el maíz y las especies psicoactivas; en animales como la serpiente, las aves y el jaguar; en piedras como los cuarzos, y en sus propias imágenes durante los ritos.
Los dioses están en constante combio y movimiento; cada uno de ellos puede ser uno y varios a la vez, positivo y negativo, celeste e infraterrestre, de acuerdo con el paso del tiempo. A pesar de ser superiores al hombre y capaces de crear, los dioses son seres imperfectos, que nacen y pueden morir, por lo que necesitan ser alimentados. Sus imágenes, que vemos esculpidas o pintadas, y de las que nos hablan los textos escritos, los muestran como seres fantásticos, con rasgos humanos, animales y vegetales, y se identifican por diversos atributos: los principales llevan elementos serpentinos, como colmillos que salen de las comisuras de la boca; los dioses del maíz y del cacao se adornan con granos u hojas de las plantas respectivas.
El vínculo del hombre con los animales fue muy profundo entre los mayas, por eso los dioses, que eran energías invisibles e impalpables, se representaban con rasgos animales, y se creía que encarnaban en animales para manifestarse ante los hombres. El dios celeste, es un dragón, mezcla de ave y reptil; el Sol puede encarnar en una guacamaya, un colibrí o un jaguar; la tierra se simboliza con un cocodrilo o lagarto fantástico; el zopilote rey es expresión a la vez de los poderes celestes y de los infraterrestres. Gobernantes, sacerdotes y guerreros se ataviaban con cabezas, pieles y plumas de los animales más bellos y fuertes, para adquirir sus poderes. El jaguar fue animal por excelencia de los gobernantes, por ser símbolo de la sacralidad del Sol y un “otro yo” en el que podían transformarse en sus prácticas chamánicas.
Los dioses eran energías invisibles, se les ofrecían materias sutiles, como incienso, aroma de flores y hierbas, y sabores de bebidas y comidas preparadas. Los mayas crearon múltiples objetos rituales para quemar incienso, que era fundamentalmente resina del árbol de copal; muchos de estos objetos eran las propias imágenes de los dioses, como los incensarios de Palenque, que representaban a las diversas deidades del inframundo, de la tierra y del nivel celeste en un cilindro hueco, sobre el que se colocaban platillos para quemar el incienso.
Entre las ofrendas, la principal era la energía vital contenida en la sangre de animales y de hombres, concebida, también como una sustancia etérea que se liberaba del extraer el líquido vital o al detenerse las palpitaciones del corazón. En la mayoría de las ceremonias se practicaban el autosacrificio y la muerte ritual. En el primero, la sangre se secaba con espinas de mantarraya y otros objetos que tenían carácter sagrado, mientras que la segunda podía ser por flechamiento, decapitación, extracción del corazón o inmersión en pozos o cenotes.
El sacrificio y el autosacrificio se explican por el significado de la sangre y la idea de los dioses. La energía vital de la sangre proviene de los dioses, pues ellos la integraron a la masa de maíz para formar a los hombres primigenios. Y los dioses, son seres imperfectos que nacen y pueden morir, por lo que necesitan alimentarse para seguir viviendo. La sangre es el lazo de unión entre los hombres y los dioses, y la finalidad esencial del sacrificio sangriento es conservar la vida de los seres divinos para que ellos continúen manteniendo la vida del hombre y la integridad del cosmos.
Mataban para evitar la muerte, por eso creían que el espíritu del sacrificado se iba al cielo a vivir eternamente al lado del dios supremo. A un hombre que iba a ser sacrificado por flechamiento se le decía:
“Endulza tu ánimo, bello hombre; tú vas a ver el rostro de tu Padre en lo alto. No habrá de regresarte aquí sobre la tierra bajo el plumaje del pequeño colibrí o bajo la piel del bello ciervo. Date ánimo y piensa solamente en tu Padre, no tengas miedo, no es malo lo que se te hará, porque tú eres a quien se ha dicho que lleve la voz de tus convecinos ante nuestro Bello Señor”. Esta exhortación fue preservada en un libro colonial llamado Cantares de Dzitbalché. Todos los rituales colectivos incluían música, canto y danza como formas de preparar al espíritu para el contacto con los dioses. Las ocarinas, flautas, caracoles y tambores marcaban el ritmo de las ceremonias públicas y acompañaban los ritos de ofrenda y sacrificio.
El correcto comportamiento ritual, realizado bajo la guía de los gobernantes y sacerdotes, aseguraba a los hombres bienestar, salud y tranquilidad, así como la continuidad de la existencia del cosmos.