Después de la batalla, Zacatecas en verdad parecía otra.
Al día siguiente el civil Escobedo salió a ver la ciudad se encontrá con muertos por todos lados, una gran cantidad de basura, ropas destrozadas, gorras militares, botellas vacías, pedazos de armas y cascos de granadas.
Según varios cálculos fueron cerca de 7,000 muertos, siendo la de Zacatecas la batalla más sangrienta de la Revolución hasta ese momento.
Había tantos muertos que no se pudieron sepultar ese mismo día y tardaron tres días más en recogerlos.
El problema era tan grave que que el general Natera publicó un decreto, en el que se decía que todo hijo de vecino que tuviera a tres metros de distancia de su casa un muerto, estaba obligado a darle sepultura.
Tras la toma de la ciudad vinieron también las ejecuciones masivas.
Ignacio Muñoz, quien fuera oficila federal en la batalla, escribió sus recuerdos sobre estos hechos.
Al terminar los combates ya no pudo escapar y trató de pasar inadvertido vestido de civil, pero fue identificado por un oficial villista que lo mandó a una fila de prisioneros con destino a un cementerio cercano.
“De cabo en adelante la ejecución se imponía, unos hombres, seguramente villistas, iban tomando por un brazo, el chaquetín o el saco a los prisioneros y, a quemarropa, les daban un tiro en la cabeza. Si el herido daba señales de vida, lo remataban en el suelo”.
Cerca de 60 soldados revolucionarios culpables de saqueos durante la toma de la ciudad fueron fusilados por órdenes de los propios jefes triunfadores.
Fue muy famoso el caso de Beatriz González Ortega, quien había adaptado la Escuela Normal como Hospital de la Cruz Blanca Neutral.
Cuando Villa entró al lugar le pidió que entregara a los oficiales federales que se encontraban en el sitio. Como ella se negó a hacerlo, Villa mandó fusilar a ella y a tres de sus colaboradores. Al final, un allegado de los líderes revolucionarios intercedió por los cuatro y la ejecución se suspendió.
Los hermanos lasallistas franceses Adrián M. Astruc y Adolfo Giles, que dirigían el colegio de San José, el padre capellán de dicho colegio, Rafael Vega Alvarado, y también el sacerdote Inocencio López Velarde fueron fusilados por órdenes de los generales revolucionarios.